Tiene que significar algo que Albert Rivera, el político más inestable e incoherente conocido, haya unido su carrera política al lema «ni rojos ni azules». Podría llenar este espacio explicando cómo se relaciona esto con la frivolidad y la inconsistencia políticas más absolutas, pero no es mi propósito hoy demostrar que Rivera es el peor líder político que tenemos en España.

Lo que sí me gustaría es razonar por qué el próximo 10 de noviembre, cuando contemos votos, la suma de PSOE (rojos) y PP (azules) será la mayor desde 2011.

Los colores importan. La definición de las identidades políticas, igual que la de las identidades personales, no es algo arbitrario ni coyuntural, sino un proceso lento, lleno de significado y en el que pasado, presente y futuro convergen de manera sutil pero contundente.

El rojo, por ejemplo, es un color asociado al progreso desde 1789, es decir, hace nada menos que 230 años. Reconvertido en color revolucionario desde su significado original de color de orden, el rojo simbolizó el fin del Antiguo Régimen, con el que nació un nuevo sistema de derechos y libertades del que emana buena parte de lo que tenemos hoy. Después, la bandera roja fue la enseña de la Comuna de París en 1871, base del proceso revolucionario de 1917 y, a partir de ahí, de todos los partidos socialistas hasta la actualidad.

Un proceso de 230 años no es ninguna tontería. Al color rojo hay asociadas otras muchas imágenes (el puño en alto, la mujer al frente del pueblo, la colectividad de los trabajadores, etc.) que representan nada más y nada menos que la larga lucha del ser humano por la emancipación. También hay precedentes de toda esa iconografía muy anteriores al siglo XVIII, en los que no me extenderé ahora.

Cuando se dice que el PSOE es un partido muy poderoso por razón de su historia, no se habla solo de la historia reciente de consolidación de la democracia española, de los mártires de la Guerra Civil, de la conformación de los gobiernos de la II República o de la lucha contra el sistema de la Restauración desde finales del siglo XIX. Se habla también de su ligazón simbólica con todos los movimientos históricos de emancipación desde hace más de dos siglos.

Cuando en 2014 nace Podemos —como hijo político del movimiento insurreccional del 15-M—, y elige el color morado, toma una decisión muy importante: se aparta del rojo del Partido Comunista (del que provienen los dos actuales líderes de Unidas Podemos, Pablo Iglesias y Alberto Garzón) y de las raíces de la revolución (las mismas que las del PSOE), tomando partido por el marketing antes que por la historia. Es decir, prefiere diferenciarse del PSOE antes que reivindicarse como legítimo heredero de su tradición.

Podríamos analizar la nobleza del color morado como símbolo de políticas de progreso —haría falta otro artículo para ello— pero lo relevante aquí es que esa labor de sustitución en el imaginario colectivo no se ha producido. Y esto es así porque Podemos —con toda su legitimidad, sus aciertos de diagnóstico político y su éxito popular— ha preferido construir una identidad ex novo que hacer suyos los logros de la izquierda durante más de dos siglos. Porque también son suyos: de sus padres y sus abuelos.

Algo muy parecido ocurre en la derecha. Rivera elige el color naranja —proveniente más del mundo de la empresa que del de la política— simplemente por no ser azul. Se trata de una decisión publicitaria para diferenciar «productos». El problema es que al final todo lo que subyace acaba emergiendo, y Rivera ha terminado demostrando que solamente es eso: un producto. No está anclado a ningún proceso histórico español ni internacional, ni se le adivina conocimiento intelectual alguno sobre las bases políticas liberales que dice representar.

El próximo domingo 10 los rojos y los azules sumarán más que nunca desde 2011 porque cambiar colores no es suficiente para hacer política. Hay que saber lo que significan los colores, y qué sucede cuándo solo pretendes diferenciarte. Generar identidades políticas nuevas es posible, y desde luego legítimo, pero es un proceso muy lento y complejo que requiere menos prisa y más talento. Esperemos que el verde —más marketing, por no querer ser azules ni naranjas— no pasen por delante de ambos.

*Licenciado en Ciencias de la Información.