El flagelo de la palabra sutil es más eficaz ante la opinión pública que las expresiones gruesas pronunciadas con mordacidad. El orador inteligente utiliza la ironía; el torpe el exabrupto, la puya, la acritud.

Cuando los magos de la palabra hacen una ingeniosa crítica tiemblan sus adversarios. Cuando un zafio tiene que acudir a palabras hirientes para recabar audiencias, se comprende que utiliza la acrimonia como reclamo para que los fanáticos le aplaudan. Estas actitudes no suelen gustar al común de la gente; el pueblo suele disentir de los argumentos ásperos. La sociedad tiene sus reglas, sus normas sociales, que se respetan sigilosamente y que no conviene trasgredir.

Cuando un converso (o convencido) de la causa secesionista que ni siquiera domina el idioma de la nueva patria intenta hacer méritos para sacudirse el estigma de sus orígenes, puede llegar a convertirse en el ariete incontrolado y servil que ejerce una ciega y abyecta adhesión a aquellos que le jalean y utilizan para poner en práctica lo que ellos mismos ni osan ni osarán nunca hacer o decir. Bajar al barro, mancha. Si otros se enfangan, siempre podrá hacerse ostentación de buenas maneras, de fair play, de actuar civilizadamente. Para los menesteres delicados quedan los bufones de turno, los incautos que desean medrar para redimirse.

El discurso parlamentario, como cualquier otra disertación, está encaminado a persuadir. Se valora más si también nos instruye. Y más aún, cuando nos deleita. Si una intervención cáustica no persuade ni emociona, sino que, por el contrario, enfada y pone en contra a los que se pretende convencer, es claro que, además de zaherir inútilmente, adolece de falta de técnica argumentativa. Existen diferentes artes parlamentarias (filibusterismo, obstrucionismo, maquiavelismo), pero a partir de ahora sabemos que contamos con una nueva: el rufianismo.

La ironía es la manifestación sutil de las personas inteligentes. En el debate parlamentario puede actuarse con mayor libertad que en otros ámbitos. Cabe usar giros dialécticos que no siempre se consideran ortodoxos en otros foros, como por ejemplo en el académico. Cabe igualmente la acerba crítica, la hipórbole, la reticencia, la sátira, la socarronería, la sorna, hasta, si se apura, el sarcasmo y la guasa. Aunque lo mejor es utilizar el humor. Nunca la infamia. No debemos olvidar que existe una estética en la oratoria. Pero sobre todo una ética parlamentaria.