Periodista

En provincias, en cuanto te descuidas, te matan. En Madrid, no. En Madrid, más bien te mueres: llega el postrer paroxismo, pierdes 21 gramos, expiras, aparece tu esquela en el ABC, te llevan al tanatorio de la M-30 y el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Pero en Cáceres no es así de fácil. En Cáceres, primero te matan y después, a veces muchos años después, ya te mueres tú, y claro no es lo mismo porque la segunda vez resulta menos emocionante.

En Cáceres, te rapas al cero y siempre hay alguien que se atribula mucho y te pregunta que si es por gusto o por enfermedad. Y da lo mismo lo que respondas porque de ahí a cuatro días todo Cánovas sabe ya que lo tuyo es incurable... Una semana después el rumor se retuerce, se dramatiza y acabas muerto y enterrado. Y da lo mismo que te vean por la calle, porque siempre habrá alguien que le encuentre una explicación al prodigio: "Es su primo, bobo, que se le parece mucho".

Hace unos meses decidí entrevistar al modisto más popular de Cáceres y se rieron de mí. "En vez de llevar casete, llévate una güija para convocar a su espíritu, porque él está muerto", me aseguró un castizo gracioso. Me quedé de una pieza. Aunque mi estupefacción se convirtió en sobresalto cuando a la semana siguiente me lo encontré despachando en su tienda. Entrevistarlo fue mi primera exclusiva paranormal.

Aunque en este cacereño muero sin morir en mí, la historia que se lleva la palma ha ocurrido esta semana. El lunes llamaron a mi madre por teléfono. Era la vecina. "Oye, que la quiosquera más famosa de Cáceres se ha muerto mientras se comía un bocadillo de jamón". Mi pobre madre se quedó de una pieza pues admiraba a la popular quiosquera por su esforzado trabajo diario. Se acercó con mi tía Consuelo hasta el quiosco y, efectivamente, estaba cerrado. Mustias y emocionadas rezaron las dos un par de padrenuestros en memoria del alma de la finada y continuaron su paseo desde la fuente luminosa a San Juan. El martes, fue mi mujer al ambulatorio próximo a la avenida de la Bondad y en su sala de espera no se hablaba de otra cosa. "Pobre quiosquera, con lo sana que parecía", apuntaba una griposa. "Y lo trabajadora que era", añadía una alérgica. "Pues se murió atragantada con un cacho de jamón", precisaba una hipocondríaca que, aunque no padece enfermedad alguna, acude a la consulta todos los días que no hay mercadillo.

El rumor sobre la muerte de la quiosquera más querida de Cáceres se redondeó, completó, extendió y convenció de tal manera que hasta una emisora de radio anunció la sentida pérdida y servidor se disponía a dedicarle una emocionada necrológica. Menos mal que me llamó mi mujer al móvil y me detalló el milagro. "Oye, que la quiosquera ha resucitado y está rodeada de clientas que acuden a tocarla para creérselo y de paso le compran unas garrapiñadas". Mi madre y mi tía se han alegrado mucho del fausto suceso y le han encontrado el lado práctico. "Bueno, nosotras, con los padrenuestros, ya hemos cumplido". Es lo que tiene vivir en Cáceres, que cumples con los deudos cuando mejor te conviene: bien cuando los matas, bien cuando se mueren.