Los separatistas catalanes han creado un clima de inquietud e inseguridad que pone en peligro el proyecto común de convivencia que nos ha permitido disfrutar de una de las mejores etapas de progreso económico y oportunidades sociales de nuestra historia. Para poner freno a esta desnortada utopía se ha impulsado la aplicación del artículo 155 de la Constitución. A más largo plazo se apuesta por la creación de una subcomisión parlamentaria tendente a reformar nuestra carta magna. Los principales partidos del arco parlamentario se han sumado a esta iniciativa. Primero se analizará el actual encaje autonómico y después se decidirá qué se reforma. Me temo que en ese momento van a surgir las discrepancias. La experiencia nos enseña que cuando un país decide modificar su ley fundamental se tiene a la vista un horizonte; se ha marcado previamente una meta y solo queda por decidir la ruta, el camino. Y aquí no sabemos todavía hacia dónde se orienta la reforma. El asunto, más pronto que tarde, se enquistará, porque se pretende cambiar la Constitución para contentar a los que ya han proclamado que no les interesa. A los que han despreciado y vulnerado nuestra ley de leyes, el cambio ni les convence, ni les convencerá, sencillamente porque han optado por caminar al margen de nuestro ordenamiento jurídico.

Tampoco es conveniente una reforma constitucional impulsada desde arriba. Sería dirigismo ilustrado. La auténtica fuerza generatriz del cambio político debe ser la sociedad. No solo los partidos. Y menos los líderes de los partidos. De ahí que, para que se llegue a buen puerto, deben ser los ciudadanos los que se pronuncien, los que manifiesten hacia dónde quieren ir. Si desde arriba se impone una meta, la reforma puede que prospere, pero no resolverá el problema de fondo. El partido socialista, de buena fe, quiere federalizar el Estado español. No sé --porque nadie lo ha explicado aún-- en qué consistirá esa federalización. Si se aspira a una unión asimétrica, se estaría negando la esencia del federalismo, que precisamente impone igualdad y solidaridad, una unión entre iguales. Si lo que se pretende es dar más competencias y poder político a todas las comunidades autónomas, se puede chocar con los que piensan justo lo contrario: los males del Estado de las autonomías obedecen precisamente a una excesiva descentralización y a la dejación de funciones y falta de control por parte de los sucesivos gobiernos nacionales.

Y puestos ya a reformar, muchas son las cuestiones que habrá que tratar. Me voy a referir solo a tres. La primera, si en esa futura definición de España como un Estado plurinacional la idea de nación debemos entenderla como el conjunto de personas de un mismo origen que comparten vínculos históricos y culturales, con una misma lengua y territorio común, o si, por el contrario, hemos de definirla como una comunidad con una organización política soberana e independiente. Si el sentido ha de ser el primero, hemos de convenir que esa idea está ínsita en el concepto de «nacionalidad histórica» que contempla nuestra carta magna y ha sido sancionado por el TC a propósito de interpretar el preámbulo del actual Estatuto catalán. Si, por el contrario, ha de entenderse en la segunda acepción, eso son palabras mayores, porque supone ni más ni menos derogar el artículo segundo de la Constitución.

Por otra parte, si vamos a una unión solidaria, alguien tendrá que poner sobre la mesa los privilegios de los conciertos vasco y navarro. Estos anacronismos, que no olvidemos tienen su origen en un momento histórico excepcional, tienen que desaparecer si de verdad queremos construir un Estado federal basado en la igualdad y solidaridad. Y el tercer problema al que quiero referirme es la necesidad de cerrar de una vez por todas el título VIII de la Constitución: financiación y techo de competencias de las comunidades autónomas. Por supuesto, hay muchas más cuestiones y todas muy graves.

Las dificultades que he enumerado no son nimias. Pero las cosas estaban más complicadas en el momento de la Transición y se pactó. Ahora también es tiempo de hablar, de pactar. Pactar es transigir. Necesitamos un nuevo consenso para reformar nuestra carta magna. Pero, no para otorgar más privilegios a ciertas regiones, sino para hacer de España un país más cohesionado y más solidario.