Septiembre era el mes del quiero y no puedo, de Planeta Agostini y sus fascículos desplegándose como mariposas junto a los quioscos en flor, de la vuelta al gimnasio a bajar la lorza cocida al fuego lento de los tintos y otros excesos del verano. Septiembre era un mes socorrido para los escritores por su luz mantecosa, su incertidumbre y su condición de mensajero del otoño. Hasta los membrillos y los limones tienen la apariencia dorada de lo caduco.

Septiembre era un mes de metáforas manidas como el olor de las gomas Milán, el forro de los libros nuevos o un revuelo de carteras en la puerta de los colegios. No había medio de comunicación que no hablara del síndrome posvacional, mientras aún mostraba las últimas sombrillas del final del verano llegó y tú partirás para los rezagados que aún no habían vuelto a sus casas. Ahora septiembre tiene poco de lírico y mucho de drama.

Tras el respiro de agosto, vuelven a crecer las cifras del paro, y para muchos, la vuelta a un trabajo inexistente no provoca síndrome alguno, sino desesperación y sordo cansancio. Septiembre ya no es transición ni término medio entre el dulce verano y el cruel invierno, sino cuesta pura y dura, mucho más que la de enero. Ahora tocan los gastos de la vuelta al cole, la hipoteca que no cesa y el cansancio acumulado para quienes no han podido disfrutar de vacaciones.

Ya es triste que nos roben y nos tomen por tontos, pero es que encima nos están arrebatando las metáforas. Se empieza por anular los tópicos literarios, y se acaba creyendo en la falsa retórica de los brotes verdes y los discos duros impolutos. Y eso ya es lo último, hombre.