No tengo ni la más mínima idea de si hay vida inteligente en otros planetas, pero, cada día que pasa, estoy más convencido de que en la Tierra acabará por extinguirse. Y no por una invasión alienígena, por catástrofes naturales o pandemias mortíferas, sino por la obstinación, pertinacia y el egoísmo de muchos seres humanos. A veces, uno lee, mira o escucha y encuentra muestras de lo extraordinariamente inteligentes, generosos y bondadosos que pueden ser nuestros congéneres. Pero, con demasiada frecuencia, se percibe todo lo contrario. Personalmente, trato de asirme a la esperanza que genera la contemplación del proceder de los mejores de los nuestros. Pero, últimamente, me resulta imposible desviar la mirada frente a las conductas de muchos con los que nos cruzamos por la calle. Tenemos bastante reciente el recuerdo y la experiencia como para que alguien trate de justificar su estupidez aludiendo al desconocimiento o a una valoración errónea de las posibles consecuencias de sus actos. No hace ni una semana siquiera desde que se celebrara el funeral por las más de 40.000 víctimas españolas fallecidas como consecuencia del infeccioso virus. Y algunos parecen empeñados en abstraerse de esa realidad. Es cierto que muchos otros, de esos que deberían dar ejemplo, se esfuerzan en sepultarla, y que emplean todos los medios a su alcance para esconderla a la ciudadanía. Pero ni eso es excusa ya, dada la entidad de la verdad incontrovertible a la que nos referimos. Ya no hay justificación posible. Ya nadie podrá eludir su responsabilidad, pública o individual, atribuyendo sus errores, o la imprevisión y la falta de cautela, a una situación inédita. Todos deberíamos haber aprendido de la experiencia. Y quien no lo haya hecho, a estas alturas, está claro que ya no lo hará, salvo que la desgracia le toque de cerca. Porque, muchos de esos que no han hecho siquiera amago de colocarse una simple mascarilla, han actuado así porque creen que a ellos, y a los suyos, no les va a tocar nunca. Y esa es la manifestación más evidente de que hay gente por ahí con una personalidad, en la que se mezclan el sentimiento de superioridad, la soberbia, el creerse por encima del bien y el mal, la nula capacidad adaptativa y una inteligencia atrofiada, que destroza cualquier posibilidad de supervivencia de una especie, supuestamente inteligente, que parece disfrutar jugando con fuego aun a sabiendas de que se va a abrasar. H*Diplomado en Magisterio.