Escritor

Hemos soportado verdaderamente una ola de calor agobiante. Pero me sorprende, como en otras ocasiones, que ello despierte de nuevo a los agoreros de nuestro tiempo. Esta misma mañana, entrevistaban a un entendido que auguraba para el futuro, a partir de este momento, "veranos como no se han vivido nunca antes", amparando su afirmación en la tenebrosa tesis del calentamiento de la atmósfera, o efecto invernadero, con la que ya nos mortificaron suficientemente cuando se dieron los fenómenos de la sequía (finales de los 80 y primer lustro de los 90) o las inundaciones (años 97 y 98). Y, mire usted por donde, resulta que posteriormente el índice pluviométrico fue excelente, como no se había conocido, decían, en los últimos cien años. Los pantanos a rebosar, los ríos corriendo y unos veranos realmente fresquitos (el pasado mes de agosto tuvo una media de temperatura que no superó en Extremadura las de muchos otros veranos precedentes).

Acostumbrado como estoy por mis trabajos literarios a indagar en las crónicas, en los escritos y en los tratados de vida cotidiana del pasado, me pregunto cómo se afrontaría la canícula en otros tiempos. ¿Cómo harían los de antes para soportarlo sin mayor alteración? Y la verdad es que encuentro pocas referencias que manifiesten una singular sorpresa ante los rigores de la climatología. Digamos que probablemente veían el calor como algo contra lo que no hay defensa alguna. Se veía como lo más natural que en los veranos hiciese calor, incluso si era excesivo. Y esta convicción casi fatalista les permitía soslayar la incomodidad. Lo que llama la atención es comprobar que los vestidos no presentaban diseños, digamos, veraniegos, exceptuando el fresco lino de Tamis que venía de Egipto y que ya era conocido en la Córdoba califal como un tejido que no se pegaba al cuerpo, se utilizaba mucho la lana en invierno y en verano. A nadie que en el pasado acudiese a una fiesta o a un acto protocolario se le ocurriría ponerse a determinar cómo debía ser el vestido en función del frío o el calor. Véanse las ropas eclesiásticas que se guardan en las sacristías de las iglesias, los hábitos monacales que han cambiado poco o nada desde la Edad Media, los vestidos de fieltro de las damas del renacimiento, los tejidos almidonados, los cuellos de valona, las mangas acuchilladas de las prendas de tafetán leonado... Y no hace falta irse tan atrás. Las fotografías de nuestros bisabuelos muestran a los caballeros y a los que no lo eran vestidos de oscuro y con sombreros siempre, no importa que se encontrasen en diciembre, enero, mayo o agosto. Y las mujeres, a veces con brazos y escote al aire, pero con una gran cantidad de ropa encima.

Y sabemos que en aquellos años hubo veranos tremendos, como éste, con fallecimientos por lo que se llamaba coup de chaleur (golpe de calor), pues así nos lo cuentan los periódicos de la época. Están perfectamente documentadas las olas de calor por el Observatorio de Madrid (astronómico) en los años 1970, 1906 y 1912. Aunque las referencias al hecho en los diarios eran escasas y, desde luego, no merecían titulares.

Es como si el agobio estival se tomara en el pasado con naturalidad e indiferencia. Hoy día, en cambio, hay una absurda tendencia a sacarlo todo de madre. Ahora el calor, cuando viene fuerte, es un tema de conversación excluyente. Incluso aquellos que instalaron el aire acondicionado y pasan los días algo más felices en su ambiente climatizado, no pueden escapar a su obsesión, pues todo el que entra en su pequeño paraíso de frescor les recuerda expresivamente: "¡Ah, qué alivio; no sabes cómo está la calle!".

Creo que la gente del pasado convivía mejor con el mundo. Hoy los tejidos sintéticos, los frigoríficos, los climatizadores, las comidas preparadas... nos han hecho indudablemente dependientes. Y cualquier alteración natural que supere algo la normalidad nos abruma. Pero, desengáñense los agoreros, calor ha hecho siempre.