WMwás de dos años después de la invasión anglo-norteamericana, la situación en Irak, lejos de mejorar, se degrada. El ataque con misiles contra navíos estadounidenses en Jordania confirma que la insurgencia iraquí cuenta con la complicidad de grupos terroristas en toda la región. Aumentan las acusaciones de injerencia contra Irán y los ecos de Vietnam resuenan en las manifestaciones pacifistas que tienen lugar en Estados Unidos, que han llegado hasta el propio rancho de George Bush en Tejas. La valerosa decisión de millones de iraquís de acudir a las urnas en enero pasado, pese a todos los riesgos, ha servido de poco: los diputados están paralizados por las discrepancias en torno a la Constitución y el Gobierno no ha logrado que los sunís, que forman el grupo étnico más proclive a la insurgencia, se incorporen a la vida política.

Bush trata de vender a sus conciudadanos la ilusión de que dispone de un plan de salida del laberinto. Pero nadie lo conoce. Por el momento, los estrategas no son capaces de imaginar una retirada rápida que sólo serviría para empeorar el ya de por sí trágico balance de una invasión y una ocupación que no han cumplido casi ninguna de las expectativas de sus promotores.