Se daba por hecho que las perjudicadas por el cambio en el impuesto de hipotecas eran las haciendas públicas autonómicas, igual que hoy se da por sentado que en el no cambio, en la marcha atrás escandalosa del Tribunal Supremo, pese a su réplica en el decreto ley del Gobierno para corregirla, no ganaremos nada los hipotecados porque el coste del tributo lo seguiremos pagando nosotros.

Verdades universales, pensamiento único, estados de la creencia social. Síntomas y símbolos de un sistema que aplasta, que tras siglos de avance parece ahora más apisonadora que nunca. Un pesimismo social, una vuelta al fatum o destino, a lo irremediable, que hace agujeros enormes en lo que pensamos debe ser una senda lógica de progreso social y democrático.

Entre tanta fatalidad y verdad irremediable, siempre a favor del pensamiento conservador que está incrementando la injusticia y diferencia en estas sociedades modernas de que hablamos, el sentido común zozobra, hasta la lógica parece debilitada frente a lo inexorable.

Y es que en primer lugar, en cuanto a que las haciendas autonómicas -el impuesto de actos jurídicos aplicado a la constitución de hipotecas-- iban a ser las perjudicadas por la primera jurisprudencia del Supremo que señalaba al banco como pagano natural y legal del tributo, ese pensamiento único, que no se sabe si es espontáneo o provocado por líderes de opinión hábilmente lanzados al escenario, olvidaba que en realidad la condenada no era Hacienda, sino el banco que había prestado el dinero.

Una cambio legal y judicial que disponía que el impuesto lo debía pagar el banco y no el cliente en lógica llevaba a este último, que lo había abonado, a realizar una primera reclamación natural: decirle al banco, oiga, que el contrato ahora anulado decía que pagaba yo pero según la Justicia es usted, así que ya puede ir devolviéndome el dinero. Con ello la sentencia se cumpliría, y el dinero seguiría en Hacienda, ahora como contribución fiscal bancaria.

No hablo de mecanismos, no hablo de radiografías ni arquitecturas jurídicas o legales, sino de la lógica. Una lógica que en todo ese asunto descartaba un litigio entre particulares y Administración ya que el asunto no iba entre ellos. El resultado para la Hacienda era neutro en cualquier caso.

Una segunda gran verdad, ésta peor, se ha asentado en el consciente colectivo. Después de la vergonzosa -en las formas-- rectificación del Supremo, y del golpe político dado por el Ejecutivo de Pedro Sánchez, el pesimismo extendido es que quizá sí, y está por ver, el banco deposite ese impuesto en Hacienda, pero que previamente o a la larga, y con los intereses correspondientes, se lo repercutirá al cliente.

Terrible porque esto quiere decir que el statu quo, el de los beneficios de las grandes corporaciones empresariales de todo tipo, son prácticamente intocables. Ni legisladores (los políticos que elegimos), ni jueces pueden evitarlo. Y el asombro del sentido común aumenta cuando uno lee que el decreto ley del Gobierno impedirá en cuanto pueda que las entidades financieras se desgraven el tributo pagado, es decir que su carga fiscal, el ‘retrato’ ante Hacienda, disminuya. ¿Los impuestos pagados son deducibles? ¿Lo que cada hijo de vecino pagamos, nos lo podemos desgravar también en la declaración de la Renta?

Un sistema que al final te aplasta. Y contra el que se levanta el acuerdo político Gobierno-Podemos, Sánchez-Iglesias, firmado semanas atrás y que lucha con partidos nacionales e independentistas por no ser nuevamente apisonado. Hay medidas para que las grandes empresas, sobre todo financieras y petroleras, paguen más impuestos, también para que lo hagan los grupos mundiales digitales (buscadores, redes sociales) por la publicidad que nos meten y los datos nuestros que venden. Un acuerdo que, reza en él, pretende poner la política y la economía al servicio de los ciudadanos. Merece la pena que lo lean.

*Periodista.