La defenestración de Pedro Sánchez por sus compañeros de partido ha sido el desenlace virulento, con registro aun no sabemos si de tragedia (Idus de Marzo del Partido Socialista) o de esperpento, de la enfermedad de la división que padece la izquierda, de manera ya casi endémica. Impensable en cualquier otro país europeo que los «barones» regionales, cual señores de la guerra o reyezuelos de taifas, jaleados por el grupo Prisa, decapiten a su partido, dando un espectáculo que regocija a sus adversarios y desmoraliza a sus simpatizantes. Y todo ello sin que haya un recambio, salvo que sea Susana Díaz, esa Rocío Jurado de la política (así la llama una amiga) que es dudoso suscite entusiasmo al norte de Sierra Morena. Mientras la derecha lava en casa sus trapos sucios y su dinero negro, la izquierda airea a voces sus discrepancias internas, con el consiguiente descrédito. No es una situación exclusivamente española: en Gran Bretaña, Jeremy Corbyn, aunque tiene el apoyo de las bases laboristas, es acosado por sus compañeros y en Francia la situación del partido socialista, con el errático Hollande, es aún peor. En Alemania, nadie se toma en serio a Sigmar Gabriel como candidato a canciller. En todo el mundo la socialdemocracia se enfrenta a un dilema. Con las actuales reglas económicas, los políticos de derecha lo tienen muy fácil: se trata simplemente de que las grandes empresas de bienes de consumo, los grandes bancos, constructoras, eléctricas y las corporaciones mediáticas que van camino de producir un discurso único, sigan recogiendo los mayores beneficios posibles. A cambio de los servicios prestados, estos políticos recibirán un asiento dorado en algún jugoso consejo de administración. A la izquierda, existen dos caminos: plantear un cambio de modelo económico radical, imposible dentro de la zona euro, o conformarse con minimizar la desigualdad. En los años setenta y ochenta, la izquierda andaba sobrada de líderes jóvenes y carismáticos. Ahora, desde que Zapatero claudicó ante las exigencias del FMI y Schröder se hizo el harakiri con la Agenda 2010, la socialdemocracia, con la excepción del astuto Renzi en Italia, navega a la deriva. Pero su bandera, la justicia social y la igualdad de oportunidades, sigue convocando adeptos. La prueba es que muchos reivindican su legado. Sánchez pedía que el PSOE hablara «con una sola voz». La democracia interna está muy bien, pero si un partido aspira a realizar cambios de calado solo puede hacerlo con un programa claro, y un/a líder que convenza.

*Escritor y profesor.