Autor teatral

Los domingos me gustan muertos, como grandiosos camposantos repletos de difuntos yacientes de la resaca del sábado, o de familias camperas en busca de una parrillada. Los domingos son los días en que las ciudades se curan los nervios del tráfico, y se dan masajes en las heridas abiertas por tantas obras. Mérida no es distinta de las demás y aparece en los festivos de una agonía tan hermosa que la hace y aparece en los festivos de una agonía que la hace santa justa, mártir como su patrona santa Eulalia.

Muerta la ciudad, compro el pan de Dios y los periódicos y suplementos, para que sus bombas y los brazos mutilados de los niños iraquís me convenzan de que esta muerte, por un día es sólo un espejismo, y que mañana, ya resucitados, retomaremos el ritmo loco de una vida de cabras.

Pero hay veces --contradicciones de uno-- que no soporto el silencio de tanto cadáver mudo, y escapo a tomarme la vida y unas cañas al último reducto emeritense que vive, incluso en un domingo: los alrededores del teatro y museo romano. Muerte y vida, soledad y jolgorio, separados por apenas dos calles de transición. Restaurantes a rebosar, bermudas de colores implacables y una cámara fotográfica que no guarda en su vientre nada, porque la memoria que apretó el botoncito ya estaba vacía.

La diosa Ceres, blanca de calor y mármol, aguantando el tipo, para eso ella es excelencia turística: los nombramientos no son gratis, mi diosa.

Desde mi sitio estratégico elegido intento observar que de ello puede que más de un folio --o medio, o nada-- sea empapado de tinta. Y uno de esos domingos comprendí que la soledad era eso. Y no era más que un hombre distinto, sin cámaras, ni bermudas, sin aridez de piedras milenarias, que sólo intentaba camuflar su condición de desarraigado entre la turba de turistas a la caza de calderetas extremeñas.

La soledad era ese colombiano a la espera de papeles, aunque estos no le trajeran jamás su dignidad perdida, y sí le dejasen malvivir en circunstancias legalmente legales. Nada como camuflarse entre extranjeros para sentirse de donde no se es. Su mirada pidiendo a gritos que se la limpiásemos; sus andares hacia ninguna parte, disfrutando del descanso de la huida; sus manos resguardadas en el viejo pantalón, para dar la seguridad de no guardar nada. Toda su presencia pedía a gritos la exculpación de una herencia asignada y maldita: o narco o sicario. El sólo era soledad en una turbamulta de turistas chillones en apariencia de felicidad. Mientras el hombre descansaba de ser colombiano, algunos de mis conciudadanos se los estarían recordando mientras repintaban --mil veces mil-- las paredes del consulado, no muy cerca de donde él se sentía menos solo: fuera cabrones. Dos que vinimos al entorno romano para comprobar que el mundo seguía: yo, por no poder soportar un silencio que casi siempre me sabe a gloria; él, por buscar compañías anónimas que no le ven, pero por lo mismo no le ensucian su alma. Lo peor vendría a la caída de la noche, cuando regresase a su hogar prestado, y la noche muda le gritase sin contemplaciones: la soledad eres tú. Yo, desde mi cama, recordaría que la soledad era eso. No a la guerra .