TCtuando era pequeña no temía al insomnio. Me acostaba encantada esperando al sueño que llegaba siempre y mientras, metía la nariz en el embozo, dejaba fuera los ojos y me acurrucaba entre las sábanas de algodón que olían a jabón y plancha. En Barcelona mi cuarto daba a un patio interior. Del otro lado en la cocina sonaba la loza acompañada por su vaga luz difusa y yo miraba las sombras amigas que danzaban en blanco y negro al lado de mi cama. Las veía agitarse enormes o minúsculas y averiguaba por el halo que los rodeaba a quién pertenecían. Me dormía mecida por el susurro de un hogar seguro y feliz y el recuerdo de mis adormeceres tranquilos certifican aún mi infancia gozosa.

En la playa era todavía mejor, porque yo dormía en el cuarto interior anejo a la enorme habitación de mis padres. Los mayores se quedaban hablando en la puerta del Malecón y por la reja entraban sus murmullos y risas, rumores adultos amables y joviales. La luz de la farola dibujaba en la pared un mundo enmarcado bellísimo y bailarín de ramas de árboles y paseantes nocturnos bajo el sonido mágico de las olas del mar cercano que me arrullaba como el preludio del día feliz anunciado al otro lado del sueño.

Aún a veces puedo revivir aquella calma bienhechora cuando las cervicales no incordiaban ni precisaba viscoelásticos y me dormía siempre segura de que por la mañana podría saltar en un pispas a la cama paterna y empezar la mañana con besos, risas y cosquillas. Hoy la casa y mis padres ausentes son una suave herida. Esta noche he visto reflejada en la pared las sombras de la enorme palmera sacudida por un viento impropio de este agosto de sobresaltos y he recordado el asqueroso escarabajo muerto que recogí ayer a sus pies. Dicen que las larvas asesinas amenazan los palmerales del mundo desde Egipto a California. Añoro como nunca aquellos dulces insomnios infantiles, cuando no sabía qué era la prima de riesgo ni había leído a Kafka ni una legión de Gregorios Samsa amenazaban las certidumbres de mis sombras amigas con su presencia absurda.