El final del papado de Juan Pablo II se aproxima inexorablemente. Pero él ha desoído a quienes pedían que su marcada vocación pedagógica completase su personalísima etapa con el gesto de saber renunciar, y abrir su propia sucesión en vida, cuando la salud le impidiese desempeñar en plenitud las funciones. Por ello, hace ya años que, consumiéndose físicamente a la vista de todo el mundo aquel Papa que contribuyó a la caída del bloque soviético, la Iglesia católica vive un clima de fin de etapa, atrapada en el inmovilismo propio de estos periodos, cuando el mundo necesita que efectúe cambios.

El Papa ha adelantado ahora la designación de 31 cardenales que deben completar el colegio que cuando muera elegirá a su sucesor. Es, quizá, el último gesto político de su etapa. El perfil de los incorporados responde al estrecho abanico de sus actuales colaboradores, que oscilan entre moderados dialogantes y conservadores inmovilistas. Ellos estarán entre quienes decidan si tras el fallecimiento de Karol Wojtyla la Iglesia católica debe intentar o no un nuevo aggiornamento que refleje la pluralidad del catolicismo real. De momento, todo parece estar bien atado para que esto no suceda.