Filólogo

Rodríguez Ibarra, dice que en el PSOE extremeño hay por lo menos doce posibles sucesores suyos y seguramente tendrá razón --yo conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mi--, doce, o sea, un colegio apostólico, que por muy apostólico, no dejará de tener sus ambiciosos: uno reclamará su parte del reino, otro estará dispuesto a conquistarlo por la espada, y alguno negará por tres veces que le conocía.

Cuando se habla de sucesiones, se habla de herederos y codazos. Sin embargo una sucesión no debiera causar, necesariamente, ningún trastorno ideológico, porque sólo se trata de un cambio generacional, no político; en estos cambios el cesante propende a creer que sabe todas las respuestas y se olvida que a esas alturas, la vida suele cambiar las preguntas y al profeta no le queda más que mantener una apacible paciencia para con el porvenir.

Si bien es verdad que el mundo se construye sobre el techo de lo que existe, no es menos cierto que cada generación tiene sus tintes y la que viene, viene más desencantada y realista, sin urgentes propuestas transformadoras ni el empeño primero por la justicia y los acontecimientos sociales que nos inquietaron.

Una sucesión no debe ser tampoco una clonación. Con frecuencia se olvida que al tiempo, tiempo sigue y que las perpetuaciones son obsoletas, que la esencia pervive sobre lo adjetivo y que solo manteniendo una conciencia alerta, sin halago, y un estoico saber morir sin deshonrarse, se asentará la herencia precisa para que la izquierda mantenga --lúesprit est gauche --, su pertinente y necesaria elegancia. A los sucesores les vendría bien la fortaleza de la certeza, el empeño, la entrega y la utopía que lleva implícita en sí la victoria del ideal.

Por lo demás será conveniente no olvidarse de que doce es un número bíblico y evangélico que lleva dentro, inevitablemente, un Judas.