En los años sesenta y setenta, miles de extremeños y andaluces emigraron a Alemania (mi padre estuvo a punto de hacerlo, quizá entonces yo no habría nacido), empujados por el contraste entre las limitaciones del sur agrícola y las oportunidades del norte industrial. La mayoría de ellos volvieron, chapurreando algo de alemán y con algunos ahorros en el bolsillo. No pocos se quedaron, muchas veces entre ellos. En Hanover hay un barrio español, y en cualquier ciudad bares de tapas donde trabajan españoles, sean de los llegados entonces o de emigraciones posteriores.

De los que se quedaron nació una generación, menos conocida, de hijos de españoles nacidos en Alemania, que formaron su identidad entre el país donde nacieron y aquel del que les hablaban sus padres. Un conflicto irresoluble, pero de una riqueza poliédrica para quien no quiera renunciar a ninguna de esas dos patrias.

Seguramente nadie ha expresado mejor esa doble pertenencia que el poeta José Oliver (Hausach, 1961). Hijo de emigrantes malagueños, nació, se crió y vive en un pueblo de 5.800 habitantes (como Castuera, por ejemplo) donde se habla el dialecto suabo, que pronto dominó como si tuviera a sus espaldas generaciones de antepasados de esa región del suroeste alemán de la que surgieron Hölderlino Heidegger. Escuchando desde niño el habla andaluza de sus padres y el alemán dialectal de sus amigos, Oliver se creó una patria privada «que no puede existir y sin embargo existe»: la que él llamó, según el título de uno de sus libros más conocidos, «mi pueblo andaluz en la Selva Negra» (Mein andalusisches Schwarzwalddorf), una experiencia que luego profundizará con sus estudios de filosofía y filologías alemana y románica en Friburgo, bebiendo tanto de Machado y, sobre todo, García Lorca, al que ha traducido al alemán, como de Celan o Friederike Mayröcker, y emprendiendo una escritura que lo ha llevado a obtener un gran reconocimiento en Alemania, recibiendo premios y publicando en las mejores editoriales de Berlín y Fráncfort.

Y sin embargo, Oliver no tiene pasaporte alemán, sino español, por lo que habría que considerarlo un poeta español que escribe en alemán, toda una impugnación a los que se empeñan en clasificar a los escritores por países o incluso por regiones.

Desde sus primeros libros, críticos como Harald Weinrich reconocieron una poesía arraigada en la lengua alemana pero que a la vez la reinventa mediante neologismos, ofreciendo dobles significados mediante las mayúsculas o la puntuación (un ejemplo recurrente, ‘w:ort’: Wort es palabra, Ort es lugar), en unos poemas que, como apunta el título de su poemario de 2002, son nachtrandspuren (huellas al borde de la noche), huellas que son «versos con la fiebre del nómada» y que, con la musicalidad apropiada para ser recitados por «labios peregrinos», nos llevan por países tan distintos como Australia, Croacia o Canadá, pues para Oliver, Hausaches lugar de arraigo pero también campamento base hacia los cuatro puntos cardinales, en viajes que suelen dejar un rastro poético propio y fechado, una textura o «text:uhr» como dice en un juego de palabras intraducible (Uhr es «hora»).

También el viaje marca su poemario fahrtenschreiber (tacógrafo, 2010) que utiliza esa imagen del mundo del transporte para dar cuenta de varios trayectos, entre los que destaca el que lo lleva a Ucrania y la casa natal de Celan en Czernowitz.

En su último poemario, wundgewähr (a prueba de heridas, 2018), Oliver alcanza, gracias al uso libérrimo de una lengua que es su alemán tan propio como particular, pero que recurre cada vez más a los intertextos españoles, la demostración más evidente de las virtudes del nómada frente a los custodios de una tradición más basada en mitos y banderas que en actos creativos.

* Escritor