El llamamiento a no aplicar la nueva ley del aborto hecho por el presidente de Murcia, Ramón Luis Valcárcel, y, de forma más contenida, por otros presidentes autonómicos del PP, ha puesto en una situación imposible a los líderes del partido. Mientras a la portavoz popular en el Congreso, Sáenz de Santamaría, no le queda más remedio que admitir que la ley está en vigor, acogerse al desacato atrae a los líderes conservadores más montaraces con la excusa de que el Constitucional debe pronunciarse sobre la petición de suspensión cautelar de la norma presentada por el PP.

El comportamiento de Valcárcel carece de base legal, constituye un desprecio al Parlamento, que aprobó la ley, y sienta un precedente de deslealtad institucional. Las leyes pueden gustar más o menos, pero es obvio que están para ser cumplidas, empezando por los cargos públicos.

En el caso que nos ocupa, es evidente que un océano separa a izquierda y derecha, pero también lo es que, salvo que una instancia acreditada --el Constitucional-- disponga lo contrario, la ley debe aplicarse. Los recursos de inconstitucionalidad no tienen efectos suspensivos, como sabe todo el mundo, y la suspensión cautelar de una ley es arriesgadísima porque, sin sentencia de por medio, tiene los mismos efectos de una declaración de inconstitucionalidad. Dicho en dos palabras: la triquiñuela de Valcárcel es una desvergüenza.