El futuro ya está aquí. Ahora cuando nos vamos de viaje en lugar de pernoctar en un hostal preferimos arrendar un Airbnb, pero gracias a ello el precio de los alquileres en nuestras ciudades ha subido hasta hacerse imposible de pagar. Hemos adquirido la rutina de hacer compras por internet, ya sea por Amazon o el ‘todo a 100’ virtual de AliExpress. Y los locales de nuestros barrios se siguen vaciando de tiendas que ya no sólo tienen que competir contra las grandes superficies, sino contra gigantes digitales.

Docenas de heridos y detenciones. Varios días de huelga. Enfrentamientos. Porque ya no nos echamos a la calle a alzar la mano a ver si para algún taxi. Si no que con nuestro móvil reservamos un Uber o un Cabify.

Quién no se ha topado con el típico taxista listillo que le quiere dar una carrera más larga de lo necesario. O algún taxi al que le faltaba un poco de limpieza y ventilación. Esos son los argumentos más usados por los usuarios de las nuevas plataformas de movilidad. Y una, que es muy tradicional, no se deja convencer por esos casos puntuales.

Lo que no es puntual es que todas estas nuevas plataformas digitales hacen malabarismos e ingenierías fiscales de todo tipo para tributar el mínimo.

Lo que tampoco es puntual es que dañan a trabajadores y a sus familias. Al pequeño comercio, que es el que mantiene viva nuestra economía, la real, de la que vivimos todos. Que muchos de sus trabajadores viven en precariedad.

Y mientras nuestras calles se llenan de repartidores en bicicletas que ganan una miseria y son obligados a pasar por falsos autónomos, la gran mayoría de nosotros usamos estos servicios. El sector del taxi ha sido el que ha estallado contra esta contradicción que les está quitando directamente el pan. Pero seguramente no será el último. Nuestra vida diaria se llena de nuevos servicios llenos de anglicismos y dudosas condiciones.

La nueva economía de lo digital nos aporta ventajas y facilidades insuperables pero nos va precarizando poco a poco. Qué dilema. Así que la modernidad era esto.