El teletrabajo ha venido para quedarse. Esa es una de las realidades inamovibles de la nueva normalidad a la que no podemos hacer oídos sordos. El confinamiento obligó a implantarlo a la orden de ¡ya! y muchos empresarios comenzaron a ver en él innumerables ventajas y pingües beneficios. La realización del trabajo fuera de la sede física de la empresa es todo un chollo. ¿Han pensado en lo que se ahorra en luz, alquileres, equipos informáticos y roces con personal problemático? Se ha hablado mucho de la picaresca del trabajador en estas situaciones, pero yo creo que no, que es al revés. El ‘currito’ corre con los gastos de electricidad, en muchas ocasiones pone su equipo a disposición de la empresa, y corre el riesgo de convertirse en una isla, como esos soldados japoneses que aparecieron en islotes del Pacífico creyendo que la segunda guerra mundial aún no había terminado. ‘Telelaburar’, que diría un argentino, lejos de favorecer la conciliación familiar, la destruye.

Porque traerse a casa el trajín, la actividad y los problemas propios del ‘curro’ se añade mucha más tensión al seno familiar. Trabajar con niños y con gatos cerca es horrible. Lo digo por experiencia propia.

Durante el confinamiento el teletrabajo y las tareas domésticas añadieron a las mujeres una carga espectacular. Desgraciadamente, tuvieron que compaginar en algunos casos ambas funciones. Y las mujeres no son máquinas. En esa circunstancia eso no ha sido teletrabajo, sino supervivencia de toda la familia con la sobrecarga de las mujeres.

Finalmente, el teletrabajo es una excusa perfecta para tener al ‘currito’ a disposición de los jefes las 24 horas del día con el consabido «ya que…». «Ya que estás en casa enciende el ordenador y haz un nuevo informe», «ya que tienes acceso a la base de datos mírame este histórico»… Vaya, que al final el teletrabajo es una trampa, un engaño cojonudo. H