El desasosiego y el miedo cruzan el mapa de Europa a causa de los últimos episodios terroristas en el Reino Unido (donde las detenciones de sospechosos y su relación con el sistema de salud ha causado tanta conmoción como los coches-bombas que pudieron estallar), y de la muerte de siete turistas españoles en Yemen. Y el turismo, una de las señas de identidad de las sociedades prósperas de Occidente desde hace medio siglo, abiertas y en constante movimiento, se resiente de este estado de ánimo. Los turistas quieren sentirse seguros y, al mismo tiempo, quieren disfrutar en libertad de sus días de ocio. Una doble pretensión que parece muy alejada de las posibilidades reales de los regímenes democráticos, que deben ocuparse de la protección de sus ciudadanos, pero no pueden someterlos a escrutinio permanente.

Se trata de una debilidad objetiva frente al terrorismo global de Al Qaeda, capaz de anidar en Occidente con tanta o mayor facilidad que fuera de él. Si es indiscutible que no existe un mecanismo de seguridad infalible, esta realidad es más palpable en sociedades abiertas, porque el derecho a la seguridad no puede garantizarse mediante la mutilación de otros derechos.

Al mismo tiempo, los ataques terroristas a turistas, en su mayoría procedentes de Europa, en los países de destino del norte de Africa y Oriente Próximo se han convertido en una herramienta criminal de primer orden para ahuyentar "a los cruzados" (según la significativa denominación de Abú Huraira al Sanaani, integrante de Al Qaeda) y oponerse a los gobiernos que confían en que el turismo rescate a sus países de la miseria. Masacres como la de Marib del lunes no son fruto de la ensoñación de unos iluminados, sino de la estrategia islamista radical para instalarse en el poder.

¿Debemos cambiar nuestros hábitos y adaptarlos a la presión terrorista? Es imposible dar una respuesta categórica, porque al lógico temor a que las vacaciones acaben en un episodio trágico se une también la evidencia de que no hace falta irse a Yemen para estar en peligro. El terrorismo global es un fenómeno en expansión, que condiciona la agenda internacional. Las desigualdades sociales crecen exponencialmente y las rentas del turismo pueden ser una forma de amortiguarlas. Los turistas están dispuestos a cambiar de destino cuantas veces haga falta para garantizar su integridad, como se pone de manifiesto en un reportaje recogido en las páginas de este periódico. No se trata del enunciado de una adivinanza, sino de la lógica perversa a la que quieren llevarnos los profesionales del terror. Lo que en ningún caso es aceptable es que, como consecuencia de alguna forma de miedo colectivo, se avenga nuestra sociedad al principio del mal menor --menos libertad--, de acuerdo con fórmulas de raíz anglosajona, para tratar de alcanzar una hipotética mayor seguridad.