En la liturgia de los procesos electorales se condensa buena parte de la democracia, porque son los que favorecen la posibilidad de participación y de promover la alternancia, pero aún así no son círculos cerrados y estáticos, sino que están sometidos a la variabilidad del tiempo, lo mismo que les sucede a las ideologías, que a pesar de haber sustentado las corrientes de pensamiento de los diferentes partidos, parece que forman ya parte de un pasado que pretendiéramos olvidar, como si necesitáramos sustituirlas por ese solar baldío donde crecen las malas hierbas de un pragmatismo utilitarista.

Porque lo que ahora prima son las similitudes de un pensamiento ambivalente, indefinido, transversal y confuso, plagado de ambigüedades y de una retórica estéril, situado en la zona fronteriza de lo inconcreto, de lo etéreo, donde se entremezclan los intereses de quienes pretenden gobernar. Porque lo cuantitativo ha pasado a ser el único referente, el único aspecto capaz de marcar diferencias, como si nos viéramos abocados a una vorágine desenfrenada de improvisadas ocurrencias, como si se pretendieran quemar las naves en un viaje sin retorno, dilapidar parte de los recursos para alimentar con ellos el fuego de la hoguera electoralista. Porque no se trata de promover reformas fiscales, sino de convencernos de la consistencia de cierta paradoja, según la cual a pesar de que se recaude menos, se conseguirá incrementar el gasto público, lo que nos trae a la memoria las palabras aquellas que alguien pronunció alguna vez, respecto a que las promesas electorales estaban hechas para ser incumplidas, olvidándose unos y otros que la fiscalidad es una forma más de redistribución de las riquezas en beneficio de una sociedad más justa e igualitaria.

XEN ANTERIORESx elecciones, los políticos para pedir el voto ponían por delante un muestrario con los logros conseguidos en la legislatura, se multiplicaban los actos inaugurales de última hora, las campañas solían ser ásperas, trabadas y llenas de una sal gorda que rayaba en algunas ocasiones en las descalificaciones y los malos modos, pero que gozaban de ese apasionamiento sano del que ahora adolecen. El centro de gravedad de la política se ha desviado hasta situarse en las proximidades del bolsillo, orientando su punto de mira, no hacia los sectores de la sociedad más necesitados, sino hacia donde están los caladeros del voto, y so pretexto de inyectar más liquidez para reactivar el consumo y evitar la desaceleración económica, se promueve una política expansiva contraproducente a todas luces con la enfermedad de la inflación que es la que actualmente nos aqueja.

Los políticos pretenden vencer el abstencionismo, tratando de superar el desencanto que ellos mismos han ido sembrando. Incapaces de crear propuestas alternativas impactantes con las que recuperar el entusiasmo, se dedican al regate en corto, en una apelación a lo visceral, a la confrontación y al radicalismo, porque al electorado se le ha acostumbrado el cuerpo a la retórica vacía y ha terminado inmunizado contra ella, y contra aquellas operaciones cosméticas promovidas desde un marketing que ha convertido la política en un cascarón lleno de palabras hueras y de gestos inútiles, algo insuficiente como para rellenar por sí solo ese vacío que han ido dejando las ideas.

Cada vez se tiene menos en cuenta a los candidatos que componen las listas provinciales, porque a la hora de emitir el voto lo que prima es el partido y su líder, su imagen, su credibilidad, la fidelidad a unos principios, la confianza que es capaz de despertar en el electorado, por lo que las elecciones cada vez se parecen más a unas presidenciales que unas legislativas, donde los aparatos de los partidos son quienes elaboran las listas y los programas muchas veces actuando de espaldas a los intereses de la sociedad, con lo que el diputado electo se debe más al partido que lo propuso que al ciudadano que lo votó, convirtiéndose la partitocracia en la piedra angular sobre la que gravita la nueva democracia.

En campañas anteriores las promesas y los compromisos políticos solían girar en torno a cuestiones generales, referidas a aspectos de política de empleo, infraestructura, educación, sanidad o en lucha contra el terrorismo y la delincuencia, pero al tratarse de propuestas poco tangibles, de difícil compresión y poco persuasivas a la hora de mover voluntades, los partidos se han desvinculado de ellas, inclinándose por un populismo de mayor impacto y de mayor rentabilidad electoral, fiándolo todo a ese disparo certero sobre la línea de flotación de lo que de verdad importa, que es la consecución de unos beneficios particulares e inmediatos, lo que termina consagrando como válido ese individualismo unidireccional que se ha instalado en nuestra forma de vida y que nos invita a ese juego ególatra que va de lo general a lo particular, de lo abstracto a lo concreto, de lo colectivo a lo individual, donde la solidaridad y los proyectos comunes van relegándose hasta adquirir un valor residual, secundario y relativo, sustituidos por la quincalla de un discurso deshabitado de ideas y hecho a base de dulces mentiras.

Como si este aluvión demagógico, hubiera producido en el elector un efecto de sedación, una ensoñación, un adormecimiento que nos trasladara hasta los umbrales de una realidad paralela, descontextualizada, idílica y llena de eufemismos, fruto de una amnesia permanente que nos permite retener en la mente solamente el fogonazo del último impacto electoral, y en la retina el recuerdo nítido del humo de sus últimas promesas.

*Profesor