TNto conoce el hartazgo y el pecado de la gula quien no se haya visto sorprendido en un bufé por una avalancha de clientes del todo incluido. Entre el alojamiento y desayuno, la media pensión e incluso la pensión completa, la única diferencia está en el color de la pulserita que te incrustan nada más llegar a recepción; pero la distancia la marcan los habitantes del país de leche y miel, los escogidos de la sobreabundancia, los abanderados del colesterol, la glucosa y la vesícula. Aparecen con hambre en el desayuno (no de la normal, sino de huevos fritos y panceta), vuelven a las once para el bocadillo y la cerveza, y ya no abandonan la hamaca de la piscina hasta que a la una y media desfilan de nuevo hacia el comedor. Allí hunden la cuchara en la heladera y llenan el plato de otros postres que no tienen tiempo de probar nunca. Dos horas más tarde, refresco, luego bocata, y la cena, al final del día, para quien aún tenga hueco. Así, una semana. O dos. Y no hay nada que objetar porque cada uno es libre de cuidar su salud o echarla a perder, pero verse rodeado por clientes de un todo incluido te hace conocer la naturaleza humana. Hay quien se atiborra sin molestar, que para eso paga, pero también está el que piensa que la comida va a acabarse y arrolla niños y ancianos en busca de la última copa, o no guarda turno, o protesta si tardan un segundo en rellenarle el vaso. O lo deja por ahí, total, enseguida tendrá otro. O carga su plato de comida que no probará. Un ser humano frente a la abundancia muestra lo mejor y lo peor de sí mismo. Y lo peor no son los kilos de más, sino la educación de menos. Como siempre.