TAtmí, de la Semana Santa me gusta todo lo que no es santo, qué le vamos a hacer. Así, sin pensarlo mucho, me gustan las pencas en escabeche, el gazpacho de trigueros, y salir a coger espárragos como excusa para hacer hambre para luego. Una se da un paseo alrededor de las esparragueras, se agacha un poco, se incorpora... y ya está lista para volver a encender el fuego y asar algo, no sea que se estropee. Me gustan también los buñuelos de bacalao, las torrijas, y ese olor a escobón repleto de flores blancas que, como todo lo bueno, dura tan poco. Y la luz, esa promesa que cada tarde va quitando un poco de la pelusilla gris de los armarios de invierno. Avanza el mes y anochece más tarde sobre las terrazas, y se oye ese murmullo de mar de fondo que tan bien conocemos los que hemos nacido tierra adentro. La Semana Santa inunda las mañanas de olores catedralicios, como si se hubieran aireado todas las iglesias y el incienso se elevara después de una limpieza general. Por las tardes, sigue siendo mañana, en las flores que se renuevan y en la uña de gato del crepúsculo que se prolonga hasta no acabarse nunca. Todo es revoloteo, rumor de abanicos, encaje de peinetas y reencuentros en cada esquina, donde no da la vuelta el aire. Y es hermoso dejarse llevar por la multitud, sin prisa, pasear tu ciudad como si fuera otra, tomar un café con la mirada extranjera de quien no reconoce lo que ha visto siempre. No será santo, pero a mí de estos días me gusta sobre todo la sensación de preludio, de advertencia de lo caduco e invitación para el porvenir. Disfruta mientras puedas, dice el humo de las barbacoas que se mezcla con el incienso y queda suspendido sobre el anochecer. Polvo eres y en polvo te convertirás, nos avisan, en esa amenaza velada del presente que enseguida se convertirá en futuro. Polvo somos, sí, pura ceniza que se escapa entre los dedos, pero qué hermoso arder mientras tanto.