El señor Aznar está pasando un disgusto tremendo, que no se ve compensado por la gran alegría de la traición dentro del PSOE del tal Tamayo y de su compinche femenina, la Sáez. Poco ha durado la fiesta. La pesadumbre tiene un motivo, que no es otro que el jarro de agua fría a sus esperanzas de dejar encarrilado el contencioso de Gibraltar. Pasan los días y los meses, y se acerca el fatídico día en que dirá adiós al cargo, mientras que se aleja la soñada solución. No confiaba en ser él quien izara la bandera rojigualda en el Peñón, pero casi. Sí esperaba, en cambio, dejar resuelto en un documento conjunto el espinoso tema de la soberanía y de los plazos para el retorno a España del territorio irredento.

Aquel sueño se desvanece y se explica la decepción. El señor Aznar confiaba en hacerse un puesto en la historia con el tema de Gibraltar y que se le honrara con el sobrenombre de el Libertador. Sería como una bonita historia que algún día podría contar a sus nietos. El ejemplo del abuelo ayudaría a hacer de ellos ciudadanos henchidos de patriotismo y de amor a España.

Pero hay otro motivo que contribuye al desaliento y a la amargura. Las decepcionantes palabras del secretario de Estado para Europa, señor MacShane, a las que la ministra de Exteriores, señora Palacio, no dio importancia, han sido ratificadas por el señor Blair. Blair, el amigo del señor Aznar, invitado repetidamente a descansar en España y compañero en el empeño de hacer la guerra contra Irak. El amigo español se sentirá traicionado. Ya habrá pensado hacer una manifestación reivindicativa de Gibraltar español.