Tener la razón es un proceso costoso. Lo es en una gran mayoría de las ocasiones por nosotros mismos, por la actitud que ostentamos cuando nuestra razón falla: es difícil caerse del caballo y entrar en razón (redundancia «capicúa»). Porque pretendemos oír, pero no tanto escuchar los argumentos del otro. No hay una razón única, y pocas veces, una verdad inmutable.

No hay un «uno para dominarlos a todos». Y eso lo sabía el propio Tolkien que volcó su trauma personal (vivió como soldado una de las batallas más sangrientas de la historia: el Somne) en una extensa obra que pivota sobre un eje clave: la imposición del bien sobre el mal. Pero es parte de una mitología creada, como una cosmogonía propia sin matices ni aristas. Esas, las mismas, que la realidad le había negado borrar.

Mucho de esto compruebo en el «debate» (nótense comillas, de momento puramente irónicas) sobre la mina de litio en Cáceres. Una disputa que ha sobrepasado los límites de la ronda norte y se asoma, tímidamente, como un tema nacional. Da juego, porque contiene juego. Hay una confusión de reclamaciones, intereses, posiciones y opiniones. Sobre todo de esto último: contamos con abundante superávit. Así que no, no esperen en estas líneas una opinión más.

Porque, aviso a navegantes/lectores, no pretendo que estas líneas culminen en una conclusión sobre el candente asunto. Y no por la conjugación de una falsa humillatio, sino porque teniendo una opinión (¡faltaría más! ¡otra más!) no es fundada ni debidamente informada y, desde luego, nada definitiva. Antes hablaba de juego, y lo que veo en lid en este asunto son diversas lógicas.

Una lógica ciudadana. Esa que empieza en una preocupación honesta y básica: las posibles consecuencias de una explotación que tiene fecha límite. Son simples y entendibles: el estado final de la explotación, su impacto ambiental y efectos adversos de tipo contaminante. Si nos alejamos de los movimientos ecologistas, hay una gran masa que parece escarmentada de oídas. La (arrastrada) mala fama de la minería a cielo abierto. En general, Cáceres se ha posicionado como una contestación ciudadana a la instalación de la mina de litio; incluso conociendo los beneficios económicos para una ciudad que, seamos claros, no ha nadado en oportunidades industriales en las últimas décadas.

Porque también hay una lógica económica detrás. Más allá de los intereses comerciales de las empresas implicadas (Plymouth, Sacyr), que lógicamente buscarán maximizar su inversión pero que dudo que tengan una hoja de ruta de destrucción innecesaria. Hay dos hechos: no contamos con una declaración de impacto ambiental que defina los posibles riesgos presentes y futuros y estamos ante una de las escasas materias primas destinadas a aumentar valor en las próximas décadas. El litio no cuenta de momento con alternativa sustituible en sectores económicos claves (tecnología, transporte) y, a diferencia de otras commodities, es un recurso limitado que se está consumiendo a especial velocidad.

Es decir, Cáceres tiene una oportunidad. Incluso, si con lógica especulativa, se decidiera posponer una decisión en la apuesta de que el aumento de valor del litio supusiera un mayor retorno para la ciudad. Entrar en el juego del valor.

Pero, claro, les prometía tres lógicas. Una tercera, la «lógica política». Y aquí las comillas no son tan afectuosas como las de allá atrás. La política ha entrado en este tema con la única perspectiva de los votos, posicionándose visceralmente. Un PP motivado por la indignación ciudadana y la posición de Mérida, se ha puesto enfrente. Un PSOE entregado a la «carrera de ratas» de no perder puntos en la ciudadanía, reclamando su puesto en la defensa del pueblo. La política en este tema ha actuado como, suspiro resignado, esperamos, pero no deberíamos aplaudir (hagamos honrosa y notable excepción de la postura de Ciudadanos, incómoda en la calculadora de votos pero tremendamente responsable).

Porque esta tercera lógica nos ha hurtado la parte más importante en este asunto: un debate serio y sosegado. Como creyentes atrapadas en las líneas de Tolkien, prefieren sólo el blanco o negro. Pero aquí no está tan claro ni el bien ni el mal. Ni falta que hace.

Se acometa o no el proyecto, debiéramos todos estar exigiendo más didáctica en este asunto, mayor capacidad de negociación y una explicación pormenorizada de las posiciones. Incluso si, afortunadamente, al final uno no tiene razón.