Alo largo de la historia, que una gran potencia deje plantados a sus aliados locales en un conflicto regional cuando cambian las tornas, prioridades, intereses o alianzas es un movimiento que tiene tantos precedentes como se quieran buscar. Pero el presidente Donald Trump ha elevado esta práctica a un nivel de absurdo difícilmente superable. El lunes, Trump lanzó todas las señales necesarias para que se interpretase que daba luz verde a Turquía para una invasión de la región controlada por las milicias kurdas en el norte de Siria. El objetivo turco, alejarlas 30 kilómetros de su frontera e instalar hasta 150 asentamientos de refugiados sirios, una iniciativa con más visos de sustitución de la población kurda de la zona que humanitarios. Tras una conversación con Erdogan, Trump le garantizó que las fuerzas de EEUU se mantendrían al margen y al día siguiente estas se retiraron de varios puestos de observación. A la alarma generada entre senadores republicanos y demócratas y su propia Administración ante el cambio de política que suponía traicionar a los mejores colaboradores de EEUU en la lucha contra el ISIS, Trump ha reaccionado calificando a los kurdos de «maravillosos luchadores» que reciben el apoyo de EEUU y amenazando a Turquía con «arrasar» su economía si iba más allá de lo debido. Requerir el apoyo de un colaborador necesario sobre el terreno y de un aliado de largo recorrido tentado de coquetear con Rusia, ambos enfrentados entre sí, fue una contradicción con la que ya tuvo que lidiar Obama. Pero nunca con la torpeza demostrada por Trump, que en uno de los tuits con los que ha justificado su volátil postura se ha vanagloriado de su propia «gran e inigualable sabiduría», lo cual no dejaría de ser cómico si en realidad no fuese trágico saber que la seguridad del mundo está en tales manos.