Un millón de ciudadanos de Cádiz se quedó el pasado lunes sin luz. Por sobrecarga en la red, según la compañía eléctrica. Hace un mes pasó lo mismo en Sevilla. Y más recientemente, en Murcia, Melilla y la comarca extremeña de La Vera.

El común denominador es el aumento del consumo, dicen. Como si no lo supiésemos. Mientras en la calle la solanera funde nuestro cerebro, en tiendas, supermercados y otros establecimientos el aire acondicionado crea un frío polar que obliga a abrigarnos. Ya está: se dispara la demanda, se funden las centrales y las eléctricas se justifican, como si lo suyo no fuese falta de previsión. Y de inversiones. En Cataluña, hace tres inviernos pasó lo mismo.

Los conformistas arguyen que eso también sucede en Nueva York. El último apagón, hace un año, llegó hasta Canadá y afectó a 30 millones de personas. También Atenas se quedó a oscuras hace unos días, a un mes de las olimpiadas. ¡Menudo consuelo! A lo peor un día, mientras nos ponemos la bufanda para entrar en unos grandes almacenes, ¡zas!, ocurrirá el gran apagón. Sin llegar al catastrofismo de la película El día después, quizá añoremos entonces no haber hecho caso a los Dennis Quaid de turno, en vez de vivir tan confiados.

*Periodista.