Acabo de encontrar, entre las terribles noticias del terremoto y el posterior tsunami de Japón, que un grupo de adultos ha entrado en la capilla del campus de Somasaguas de la Universidad Complutense y ha realizado toda clase de actos irrespetuosos, ofensivos y amenazadores. Parece que estamos obligados a estar acostumbrados a que haya actitudes tolerables y actitudes intolerables. Es tolerable todo lo que moleste a los cristianos. Es intolerable que aparezca públicamente cualquier signo cristiano. Al fin y al cabo, los cristianos son tan pardillos que no sólo no se quejan, sino que ponen la otra mejilla .

Es comprensible que haya agnósticos, ateos, cristianos, musulmanes, judíos y seres humanos que profesen cualquiera o ninguna religión. El pensamiento, como el sentimiento, es propio e inalienable, siempre que respete a quien le rodea. Sólo son humanamente aceptables las actitudes que respetan ese reducto de la libertad que pertenece exclusivamente al individuo. Lo contrario es totalitarismo vulgar y corriente. Una de sus expresiones, claro, aunque cualquier manifestación de totalitarismo abre las puertas de par en par a todas las demás.

Pero en este caso ha ocurrido en una universidad de viejo prestigio. La universidad, más que una institución que expide títulos académicos, es un espíritu que alienta la libertad de pensamiento y la inquietud por la búsqueda de la verdad a partir de la autocrítica. El paso por la universidad es, tal vez, el mayor privilegio de que puede disfrutar el hombre, siempre que también la universidad pase por él. Un privilegio al que afortunadamente cada vez acceden más individuos. Se trata de la más segura garantía del imperio de la libertad para una sociedad. A veces, lamentablemente, la universidad abdica de su espíritu y se convierte no sólo en una oficina expendedora de títulos, sino en un instrumento acomodaticio al poder que le nutre de recursos o le ampara ideológicamente como garantía de domesticidad.

Se trata no sólo de la más profunda prostitución del ser humano, sino de la abyección de lo más hermoso que posee, la negación de su esencia, el derroche total de los recursos que utiliza, la pérdida de un prestigio acumulado durante siglos con el esfuerzo de los mejores. Cualquiera que represente el más mínimo grado de autoridad en esa institución no puede permanecer mudo o encogido de hombros ante cualquier agravio a su esencia, a su significado, a su sentido de supervivencia: la defensa de la libertad. Tolerar y aun ignorar esas actitudes les hace cómplices de ellas e indignos de llamarse universitarios.

¿Qué importa presentar excusas sobre la presunta indignidad de los agredidos? Por supuesto que hay cristianos indignos- y judíos, musulmanes, ateos, sincretistas, panteístas y clase de tropa. ¿Puede eso justificar el menor ataque a la libertad? ¿Es universitaria la autoridad que aún no ha condenado ese ataque? Créanme, si algún llamado universitario guarda silencio ante estos hechos, debería sonrojarse sólo con frecuentar los pasillos de la institución universitaria, porque ese no es su sitio.

*Catedrático de Análisis Geográfico

Regional (jubilado).