Escritor

Miro a la calle y de pronto recuerdo algo que vi el verano pasado (¿o fue quizás el anterior?). Es una escena absurda. Dos hombres jugaban al tenis en la cancha de una piscina. El del fondo era un hombre maduro, torpe y voluntarioso. El otro era un joven rubio y delgado y se movía con una agilidad furiosa de avispa. Los dos jugaban muy mal, como si estuvieran representando una parodia. El hombre maduro, de cada tres golpes, mandaba dos bolas fuera de la pista, pero no más allá de la línea sino por encima de la jaula de alambre. El joven erraba casi todos los golpes: quiero decir que a menudo ni siquiera acertaba a darle a la pelota. Los dos, eso sí, jugaban con aplicación y seriedad. Una mujer, quizá la esposa del hombre maduro, los grababa en vídeo desde la puerta abierta de la jaula. Los está inmortalizando, pensaba yo, y hace bien, porque no sólo merece perpetuarse lo que roza la perfección o aspira a ella, sino también cualquier momento y cualquier obra, por irrelevante que parezca. Ninguno de los tres aspiraban a nada fuera de colmar el presente de esa irrepetible mañana de julio.

Hay una épica de lo cotidiano y esa mujer era sencillamente su juglar. Importa vivir, y no está mal que quede el testimonio de la huella en la arena, un signo dirigido no a la memoria colectiva sino, como mucho, a la amorosa curiosidad de la generación venidera, a los sobrevivientes que acaso te recuerden, te quieran, y donde quede constancia --sin más alarde que la obviedad-- de que ese día de julio fue irrepetible, como todos los días, y de que alguien tuvo el privilegio de vivirlo, de aspirar sus fragancias, de apurar sus sabores, de llenarse con el simple prodigio de su luz. No otro es el mensaje del vídeo, del documento digital.

He aquí una buena lección para esta primavera. La advertencia de que todo instante vivido es perdurable si se pone fe en él. De que el mundo está lleno de belleza si se sabe mirar sin prisas, al ritmo lúcido y pausado que exige la más alta tarea que ha producido nunca la cultura: la contemplación. De que la felicidad, como nos han dicho los sabios, no excluye la melancolía ni la pizca inevitable de dolor: al contrario, es uno de sus ingredientes, como la sal y el vinagre en los mejores guisos. Para ser razonablemente feliz, lo primero es aceptar las reglas de la vida.

De eso me acuerdo en esta mañana de primavera en que me ronda la tentación de preguntarme qué significa este absurdo oficio de vivir. De pronto sale el sol y enciende las hojas recién verdes de una maceta, con tanta furia que las transparenta y desentraña. Por un momento, las hojas aparecen en todo su esplendor, pero también en toda su delicada condición efímera: la arrebatadora belleza a punto de esfumarse, como un sueño, no más. He visto esa explosión de luz y esa vehemente nitidez repentina en Tiziano, en Velázquez, en instantes que murieron hace siglos pero que esos artífices inmortalizaron en sus lienzos, los congelaron con sus colores y sus líneas para que hoy podamos revivirlos. ¡La luz vibrando en las macetas! Es la naturaleza que se canta a sí misma, que se afirma en su infinita voluntad de vivir, en apurar la vida en un instante inspiradísimo y exasperado de gracia, de absurda y gloriosa gracia de vivir.

Uno se reconcilia entonces con el mundo, consigo mismo. Aun cuando nada tenga sentido, aun cuando las preguntas esenciales queden sin responder, basta con este sol, con este verde que parece reinventarse a sí mismo, para sentir que no es preciso más: sólo un poco de transparencia y el mero gusto de vivir.

Y no necesitamos aportar testigos de que, en efecto, vivimos los días irrepetibles que el destino nos concedió.

Ni siquiera nos hace falta el vídeo: que el olvido responda por nosotros.

Artículo publicado en la revista ´Man´, del Grupo Zeta