Se ha instalado en la sociedad el debate sobre si hay que cuidar más la salud o la economía. Un dilema falaz en términos absolutos de elección entre ambas, pero también engañoso si se afirma lo contrario, es decir, que no hay disyuntiva en términos relativos.

La salud y la economía son intrínsecas al ser humano. Todos los animales tienen instinto de supervivencia (salud) y un modo de gestionar los recursos escasos (economía). La complejidad racional y la creación de sociedades sofisticadas han provocado que esas dos preocupaciones se compliquen en la especie humana: vivir cada vez más y mejor, y que la economía incremente los recursos totales disponibles para aumentar el bienestar global.

Es falaz plantear elecciones entre bienes irrenunciables. El descuido de la salud mata a corto plazo y el de la economía lo hace a medio y largo. La diferencia es que la salud es urgente, sobre todo cuando puede provocar miles de muertos en pocos días. Pero el abandono absoluto de la economía también produce muertos, aunque estos no se puedan contar fácilmente: desde los suicidios por la angustia insuperable ante problemas económicos en los países ricos hasta las muertes cotidianas de niños por inanición en los países pobres, cada día muere mucha gente por causas económicas.

De hecho, ambas gestiones son interdependientes. De un lado, la carencia de asignación de recursos al cuidado de la salud produce empeoramiento del bienestar y de la esperanza de vida. Del otro, una salud frágil o insegura altera la gestión de los recursos individuales, que a su vez influye en la sociedad, desequilibrando un sistema complejo que los poderes públicos deben compensar para que no se derrumbe. De ambas realidades tenemos ejemplos en la pandemia actual.

Lo que se pretende con las dos falsas afirmaciones (que hay que elegir radicalmente entre economía y salud, o que no hay que elegir en absoluto) es esconder la verdadera elección: hay que decidir qué salud y qué economía queremos. Y si se quiere hurtar este debate es porque la pandemia ha demostrado que el actual sistema económico es incompatible con una salud mínima, y que ningún poder público ni organización política tiene alternativa alguna.

La evidencia sobre la incompatibilidad entre neoliberalismo y salud era ya un grito de auxilio antes de la pandemia. Cuestiones tan vitales y urgentes como el cambio climático, las migraciones masivas o la insultante desigualdad creciente son pruebas del coste diario en vidas humanas que supone mantener este sistema, y de su masiva capacidad destructora a largo plazo, tanto de nuestra especie como del planeta que habitamos.

Todos los sistemas de salud tienen que tomar decisiones dolorosas entre asignación de recursos escasos y calidad de vida de sus gentes. Mucho más cuando hay una emergencia que incrementa brutalmente la demanda de recursos sin que haya tiempo para encontrarlos. Claro que todos los días, y más ahora, se decide quién vive y quién muere. Es hipócrita ocultarlo y esa ocultación solo persigue hurtar el debate sobre el modelo económico imperante.

El verdadero problema es que no se quiere proponer una sola alternativa seria de cambio económico radical. Es decir, que se ha decidido que todo debe seguir igual, independientemente del coste que tenga en vidas. Y, por supuesto, se hace todo lo posible para que esta decisión no trascienda a la opinión pública.

Así las cosas, cuando hablamos de economía, hoy, no hablamos de cómo gestionar los recursos escasos para mejorar el bien común, sino de cómo sostener un sistema económico caduco en el que un 1% de la población mantiene sus privilegios a costa de muchas vidas.

Los grandes proyectos políticos del siglo XIX (el liberalismo y el marxismo, fundamentalmente) se basaban en sólidas y dignas corrientes filosóficas que pretendían, acertada o equivocadamente, la búsqueda de la verdad. La política contemporánea es solo una maquinaria burocrática al servicio de intereses particulares. Cuando la verdad sale por la puerta, la salud y la economía, ambas, saltan por la ventana.

A los responsables públicos podríamos perdonarles que se equivocaran en la toma de decisiones complicadas si nos las explican bien, pero no vamos a perdonarles que nos estén mintiendo.