Los medios de comunicación, que velan con tanto mimo por nuestra salud, nos envían día a día el mensaje de que vamos siempre por el camino incorrecto. Deberíamos escribir a mano, con bolígrafo o pluma estilográfica, para reforzar la concentración y el proceso de aprendizaje del cerebro, pero somos adictos al teclado; deberíamos caminar una hora diaria a buen ritmo, pero nos cuesta un suplicio bajar a la tienda de la esquina a comprar el pan; deberíamos evitar el uso del móvil o de la tablet a la hora de dormir, cuando ya hace tiempo que cambiamos la almohada por uno de estos diablos tecnológicos; deberíamos tomar más frutas y verduras y menos bollería industrial; deberíamos beber menos alcohol; hacer más deporte; dormir más; practicar yoga o pilates y practicar la respiración consciente. Deberíamos, en fin, hacer todo aquello que no hacemos.

Y así nos va: en vez de alcanzar el nirvana que nos prometen los gurús de la salud mediante el deporte, la buena alimentación y la búsqueda del yo, nos obcecamos en cultivar con nuestras malas praxis un bonito cadáver. Pero qué le vamos a hacer si nos seducen más el estrés y el estado de alerta propios de un sicario de Pablo Escobar que los ejercicios espirituales del dalái lama.

Quienes opinan que dejar el tabaco, el azúcar, el alcohol y las malas compañías no acarrea felicidad sino aburrimiento se cuidan mucho de no atender los consejos de la OMS, una organización que nació con la venenosa tarea de procurarnos una muerte más lenta.

Ahora nos alertan los oncólogos de que el alcohol, incluso en cantidades moderadas, es un factor de riesgo para varios tipos de cáncer. Tardarían menos si nos explicaran qué no es cancerígeno.

A veces pienso que lo más razonable sería bajar los brazos y sentarnos a la puerta de casa a esperar que la guadaña de la muerte nos libere de esa terrible ansiedad que va asociada a la vida saludable.

* Escritor