Recientemente, el INE ha puesto a disposición del público una herramienta que permite contabilizar el número de personas que nacieron en una fecha cualquiera desde 1920 hasta la actualidad. El progreso estadístico me permite saber que cumplo años junto con mil seiscientas personas más. Conocer, además, cuántos de nosotros seguimos vivos, cuántos se han casado o la ciudad en la que vivimos, son problemas infantiles en comparación con el potencial de averiguación del que son capaces las técnicas de vigilancia de la población que están ya a disposición de los Estados más poderosos del planeta.

Si conferimos a la tecnología la capacidad de seguir husmeando más adentro, sentiremos que el edificio entero de nuestra existencia queda suspendido en el aire. Las matemáticas aparecen entonces como el poder de un demiurgo creador que decide lo que yo soy. En función de los intereses de control del gobierno de turno y del miedo social al contagio, ahora puedo ser un covid-19 positivo. ¿Qué seré más adelante?

No existe ningún rasgo propio e intransferible que no pueda expresarse en cifras o que no pueda ser categorizado por un algoritmo. Todo lo que creíamos sólido se desvanece en un conjunto de datos que reduce nuestro ser interior a algo tan vacuo como inexistente. Ni siquiera nuestros sentimientos están a salvo. Así lo acaba de advertir Yuval Noah Harari: la crisis sanitaria en la que nos encontramos es la excusa perfecta para que los Estados hayan pasado de la vigilancia epidérmica a una vigilancia hipodérmica. En la primera, los gobiernos podían saber qué clicaba nuestro dedo. Ahora, también pueden saber la temperatura del dedo y la presión sanguínea bajo la piel. ¿Qué les impedirá obtener datos de los procesos biológicos que nos hacen reír, llorar o sentir ira? ¿Qué fuerza podrán ejercer nuestros fantasmales derechos subjetivos frente al poder que les otorga dominar algorítmicamente la realidad de nuestros datos?

Frente a la solidez de los datos que pueden registrar los gobiernos, la justicia, el bien, el alma o la poesía solo pueden ser comparados con lo vacuo e inexistente, con la nada más absoluta. Ninguno de esos valores y atributos humanos parece tener consistencia alguna frente a un virus invisible y espectral que amenaza con reducirnos a cuerpos sometidos al dominio de la biopolítica. De manera sorprendente, se proponen delirantes medidas de control de la epidemia, como el pasaporte de inmunidad, que violan los derechos más fundamentales.

No deberíamos olvidar que todas estas propuestas tienen vocación de permanencia. La maquiavélica sentencia del fin que justifica los medios es, siempre, el atajo preferido por quienes detentan el poder. Si el Estado --ese leviatán surgido en Occidente que no ha dejado de aumentar su poder para dominar en Oriente-- comprueba que el miedo sirve como estímulo condicionado para la renuncia voluntaria y sumisa a la libertad, no tardaremos en volver a conocer la opresión política. La historia nos enseña que, cuando el totalitarismo se instala en el sentir mayoritario, solo queda esperar lo inesperado, ese instante de lucidez espontánea que escapa a los sensores y que confiere a la voluntad humana la dignidad de autodeterminarse libremente. En una situación de tragedia colectiva, escapar de los condicionantes del horror es improbable, pero no imposible. La esperanza es el nombre de esa única posibilidad.

*Profesor de Filosofía