Periodista

Puedo adivinar que muchos lectores de periódicos y oyentes de emisoras de radio empiecen a estar hartos de la propuesta de Rodríguez Ibarra sobre la modificación de la ley electoral por la que los partidos nacionalistas tendrían que obtener el 5% de los votos para acceder al Congreso de los Diputados. Sobre todo, porque desde el día siguiente de que el presidente extremeño lanzara su idea para que fuese debatida en el seno de su partido, se han disparado tanto los comentarios parciales que al final no se sabe si Colón era de La Albuera o fue Moctezuma quien descubrió Cáceres tras arribar en canoa a Palos. No están los tiempos para análisis profundos en esta España de charanga y pandereta. La clásica ceremonia de la confusión ante todo debate serio que se intente, ha puesto de manifiesto que la visita del rencor está a la vuelta de la esquina. Y es el rencor el que emerge con virulencia, con descarnado encono. Todo vale, pero en especial la más simplista demagogia, falseando datos y más datos, en el que en vez de ir al meollo de la cuestión se van de pesca por el Pisuerga, que ya ni debe pasar por Valladolid. Para algunos, la hora de la venganza, de evidenciar el odio...

Francisco Amarillo enfocaba la propuesta de Rodríguez Ibarra muy acertadamente en un artículo publicado en este periódico el domingo. Los enemigos de la razón (y de Ibarra) ya lo han descalificado por el mero hecho de que Paco Amarillo es amigo del presidente extremeño. A partir de ahora no podremos ni tener amigos... sólo enemigos, gente a la que tengamos rencor.

Lo más curioso es que tiene una lógica aplastante, aunque ello no quiere decir que sea conveniente u oportuno. Muchos de los supuestos analistas o comentaristas se han olvidado de algunos aspectos de la propuesta de Rodríguez Ibarra. En primer lugar, que es vieja; la ha hecho ya cuatro veces con anterioridad, y la primera, creo recordar, fue en 1993; la repitió en 1997, en 1999 y en el 2001. En segundo lugar, que la propuesta es de modificar la ley electoral vigente, pactada en la transición con el acuerdo tácito de que los partidos nacionalistas no harían propuestas de autodeterminación o independentistas (el plan Ibarretxe rompe ese acuerdo). En tercer lugar, que es coherente con la reforma del Senado, también propuesta por Rodríguez Ibarra hace años y que ahora ha cobrado carta de naturaleza, hasta tal punto que es aceptada por muchos (excluido el PP, que la aceptaba-proponía hace años, cuando estaba en la oposición). El Senado sería la cámara, de igual importancia que el Congreso, en donde se dirimiesen los conflictos interterritoriales. En cuarto lugar, no se trata de excluir o eliminar a los nacionalismos, sino de impedir que tengan la llave, en determinados momentos, de la gobernabilidad de la nación mediante las concesiones económicas pertinentes y, por tanto, de reconducirlos o encauzarlos de otra forma de la utilizada hasta hora.

Hay más razones, pero no viene al caso extenderse. Ni siquiera invocando que si se hiciese un referéndum, ganaría con holgura la propuesta. Son hipótesis. También se me ocurren argumentos contrarios, incluido el del agravamiento o radicalización inminente de los nacionalismos, el de la oportunidad en época electoral, en no haber sido hipócrita, en haberlo consultado con anterioridad con sus compañeros de partido... Pero estoy convencido de que el tema volverá a plantearse en pocos años. Porque, ¿hay o no hay un problema con los nacionalismos? Pues que se busquen soluciones.

Retomo el título. Dürrenmatt escribió una obra maravillosamente dura La visita de la vieja dama que se llevó al cine con el título de este comentario. Ante la visita-retorno de la inexorable vieja dama , emerge en el ser humano lo mejor y lo peor. Y, sobre todo, el rencor ante el enemigo (que no el ingenuo contrincante), el ansia de la venganza ante la impotencia de no sustituir al otro. ¡Qué espectáculo, Dios!

Ruego a sociólogos y psicólogos que investigan las causas de la muerte del diálogo en este país.