La abuela Carmena es manantial inagotable de inspiración. Hoy de nuevo ofrece tema a raíz de la frustrada prohibición de esteladas en la final de la Copa del Rey, asunto este que también da para ejercer de opinador, legislador, defensor de las esencias democráticas que permiten signos contrarios a la unidad de España, --que es que eso es fascistoide-- u odiador a lo bestia de Dancausa , incluidos juicios mezquinos sobre su persona e intenciones e insultos despiadados a su padre, como los del bochornoso artículo de Vidal Folch en El País del jueves pasado.

Una elude todo lo que le suba la tensión. Por eso se toma su medicación, procura evitar enfrentamientos --a veces sin conseguirlo-- y agradecía la posibilidad de, al menos este año, ahorrarse en parte la hiel de ver a su majestad aguantar abnegadamente las vejaciones que gustan de ofrecerle los culés que confunden el amor al Barça con el odio al estado.

Por eso, sin entrar en su legalidad, (que Otegui se pasee con Forcadell de la manita será muy legal pero le produce taquicardia) estaba gozosa ante la supuesta coyuntura de que, por una vez, la final de la Copa fuera un acontecimiento deportivo, limpio de banderolas separadoras en lugar de un aquelarre de pitidos, insultos y exhibición de los peores sentimientos. Pero se le ha amargado la circunstancia. Porque el juez acaba de salvar la democracia y permitirá las esteladas. Menos mal que así estarán todos en el Calderón. No solo Puigdemont , ese paladín del rompimiento, sino también Colau y la alcaldesa de Madrid. Esta, según sus propias palabras había quedado con su amiga Ada para ir al encuentro, pero ante el grave atentado contra los derechos humanos perpetrado por el PP, quería quedarse en casita. Luego reculó. Que ella o sus asesores repararon en que, además de abuela entrañable y amiga de sus amigas, sobre todo representa a una institución y Sevilla se merecía tanto la exhibición del hermanamiento entre ciudades como Barcelona. Ahora, gracias al juez, podrán estar las dos y el hispalense. ¡Qué gran gozo! querido lector, y ¡qué alivio democrático!