Navidades monárquicas, no por los magos de oriente, sino por el huésped de La Zarzuela, que cumple 70 años espetando un "¿por qué no te callas?" a Chávez mientras los cachorros nacionalistas le queman en Cataluña su álbum de fotos.

Navidades monárquicas y blancas, impolutas, de un hombre ascendido a hacedor, salvador y mantenedor de una democracia que no es tanto cosa suya cuanto nuestra. Porque caer masivamente en brazos del Rey, como decía el maestro Umbral , puede ser una "forma democrática de franquismo", entendida ésta más allá de la dictadura como proclividad niñoide del pueblo español al caudillismo, a la glorificación de un héroe que siempre está ahí para sacarnos las castañas del fuego. Pero todo puede matizarse, medirse y definirse con rigor, por eso no conviene atacar furibundamente lo monárquico ni defenderlo con la preocupante unanimidad del dogma. Dado que siempre hay pros y contras , conviene operar con el bisturí de la mesura en medio de tanto exceso navideño.

La Monarquía no es una institución democrática, porque el pueblo no participa en la elección del jefe que ha de ser la cabeza representativa del Estado. Es la herencia, y no la decisión ciudadana, quien define a los sucesivos inquilinos de La Zarzuela. Pero al igual que resulta necesario reconocer la naturaleza no democrática de la institución, también es justo afirmar que este Rey posibilitó el tránsito del franquismo a la democracia en esos duros, convulsos e inciertos años setenta. Primera conclusión, pues, para empezar el análisis: la monarquía no es una institución democrática pero en los años setenta de nuestro siglo XX, gestionada por Juan Carlos I , ayudó a que en España se instaurara una democracia liberal con garantías.

Y a partir de ahí, ¿viva siempre y en todos los casos el Rey? ¿Convertimos al Rey en una figura intocable, impoluta, sin mácula, salvador siempre, mantenedor eterno de un edificio que sólo depende de su audacia para seguir en pie? Contestar a esta pregunta, de manera vehemente y absoluta, comporta dos riesgos: uno, que rechazamos la crítica a las instituciones como herramienta de consolidación democrática; y dos, que estamos abandonando nuestras propias responsabilidades volcándolas en el Rey, al que sólo le corresponde representarnos, pero no salvarnos.

XEL MANTENIMIENTOx de la democracia no depende de nadie en particular, sino de todos en general. No es cosa de un individuo -- rey, caudillo o presidente-- sino de la sociedad. Dejar todo en manos del Rey, loarle por habernos salvado y seguir salvándonos no puede conducir a olvidar que es en nosotros, ciudadanos de a pie, en quienes recae la salud y supervivencia de nuestra democracia. Además, no conviene aplaudir siempre y en todos los casos a los titulares de las instituciones, porque ello puede acabar generando comportamientos neocaudillistas cada vez más anacrónicos. Felicitemos al Rey por su cumpleaños, agradezcámosle su buena gestión en el paso de la ley a la ley , pero no lo convirtamos en el caudillo coronado de nuestro sistema político.

La excesiva redundancia sobre lo monárquico en nuestras pantallas de televisión y en nuestras páginas de periódicos estos días navideños me recuerda, por otra parte, un refrán interesante: "dime de lo que presumes y te diré de lo que careces". Tanta alabanza encubre, quizá, la seria crisis que empieza a plantearse en los pasillos de una Zarzuela que ya no es lo que era. La mecha del nacionalismo más radical que quema sus fotografías, junto al coqueteo republicano de un Zapatero empeñado en convertir la memoria histórica en política de la historia han hecho que el espíritu de la transición empiece a cuestionarse, y con él, la reconciliación nacional en la que se basa la legitimidad de la Constitución sancionada --no se olvide-- por la propia Monarquía. Juan Carlos ha sido coronado de interrogantes durante esta legislatura, y aunque en estos meses preelectorales todos griten --desde Pepiño a Ibarretxe -- ¡Viva el Rey!, lo cierto es que estos convulsos cuatro años que despedimos han hecho un flaco favor a una institución legitimada en el consenso y ahora desgajada entre excesos verbales y atentados contra la Carta Magna (como el perpetrado con el nuevo Estatut).

Aparentemente, la Monarquía disfruta de sus 30 años de paz , pero vanagloriarse en exceso de lo conseguido puede ser la preocupante antesala de futuras tempestades, por eso las exclamaciones que rodean a la frase "¡Viva el Rey!" deberían convertirse en realistas interrogantes. Y es que toda presunción excesiva puede camuflar una profunda carencia.

*Profesor de H Contemporánea de la Uex