Miguel A. Zapata pertenece a esa insigne estirpe de escritores que han extraviado un manuscrito. El suyo no se quedó olvidado en el asiento de un tren o en el banco de un parque, sino que fue devorado por un virus informático. Después de cuatro años esquilmando la memoria, el texto ha visto la luz en la editorial Talentura como Voces para un tímpano muerto.

Hablamos, pues, de una reencarnación literaria, un producto de ultratumba. Es lógico que el redactor de la contraportada se refiera a estas piezas narrativas no como microrrelatos sino como «osario de gritos», «un manual de espejismos» o «trastornos oníricos». Es posible que sortee la etiqueta de microrrelato para evitar la excesiva cercanía con un género que, en su peor versión, se convierte a veces en un complaciente laboratorio de ideas para escritores primerizos.

Si era esa su aprensión, puede estar tranquilo: Voces para un tímpano muerto, al margen de etiquetas, no es un libro al alcance de cualquiera. Diré más: es una obra solo al alcance de los mejores escritores. Y además no es un libro concebido para complacer al lector, sino para perturbarle.

Voces para un tímpano muerto está habitado por valiosas narraciones breves compuestas en modalidad monológica (dependen de una sola voz: la del narrador, sin la intervención directa de los personajes). O quizá habría que hablar de varias voces, coautoras de una fantasía turbulenta (ataúdes, enterramientos, coleccionismo de pies), que suelen partir de peripecias domésticas, familiares o de pareja.

En la obra de los buenos cuentistas solo pueden resonar las voces de otros grandes. En Zapata escucho los ecos de Cortázar, Borges o Rabelais. Y también, por qué no, el espíritu del manuscrito malogrado por el virus que, como le ocurre a uno de los personajes del libro, se manifiesta arañando el ataúd (en este caso las páginas del libro) desde dentro.

* Escritor