Decía José-Miguel Ullán que los padres de la literatura española en el siglo XX son tres: Miguel de Unamuno, Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado. El dúo de poetas, curiosamente, siempre ha sido antagónico: a quien le gusta Juan Ramón, no le gusta Machado, y viceversa. Y no siempre va con formas de escribir. Una poeta actual, cuya escritura no puede ser más distinta a la de Machado, me contaba hace poco que cada vez le fascinaba más su obra; otro poeta, en cambio, me decía que el sevillano le parecía “un poeta polvoriento”.

Sobre Machado se escribió tanto a lo largo del siglo XX (sobre todo desde el exilio republicano, para el que fue casi su santo patrón, muerto a los pocos días en Collioure tras cruzar la frontera entre ese medio millón de españoles que huía de la ferocidad franquista; pero también en el interior tuvo sus valedores, como Dionisio Ridruejo) que parecía que estaba todo dicho y había que tener valor para demostrar lo contrario. Es lo que hace Juan Malpartida (Marbella, 1956) poeta, narrador, ensayista y director de Cuadernos Hispanoamericanos en su libro Antonio Machado. Vida y pensamiento de un poeta, publicado por Fórcola.

Como tantos, Malpartida lo leyó muy pronto y “desde aquella adolescencia ya muy lejana no he dejado de volver a Machado”. De sus lecturas, distintas en cada etapa de la vida, se nutre un libro que no oculta las zonas menos atractivas de Machado, como su machismo (no aprobaba que las mujeres votasen) o su puritanismo, que compaginaba con sus visitas a prostíbulos, desahogo necesario para quien solo tuvo dos relaciones serias, y poco duraderas. Como es sabido, se casó con Leonor Izquierdo, quinceañera que murió tres años después y, mucho después, mantuvo una relación, bastante casta, con Pilar de Valderrama, cuarentona separada, con tres hijos, y que también escribía.

Dice Malpartida que “Machado fue viejo desde que enviudó, a los treinta y ocho años, o quizá lo fue mucho antes”. Ciertamente nos evoca ese tío solterón, afable y retraído, que todos hemos tenido y del que sabemos poco, o ese amigo que nunca fue realmente joven y cuya vejez no es decadencia, sino continuidad.

También fue viejo estéticamente: Durante su breve estancia en París, Machado coincidió con los inicios de la vanguardia más brillante del siglo XX, a la que fue impermeable. Mientras Picasso inventaba el cubismo y Apollinaire escribía caligramas, Machado trabajaba en Campos de Castilla (1912), libro nada vanguardista y que se suele poner como lectura obligatoria en los institutos, magnífico medio para que los adolescentes no vuelvan a leer poesía. El libro iba a ser el primero de “un gran fresco, afortunadamente no cumplido, sobre los pueblos de España”, como dice con sorna Malpartida.

Pero su mejor obra es la que escribe con la máscara de sus heterónimos (aunque muy inferiores a los del portugués Fernando Pessoa). “Los apócrifos, al complementar a Machado, hicieron de él el escritor moderno y complejo que es”, afirma Malpartida, que analiza con brillantez la filosofía amorosa de Abel Martín y “el problema de la lírica” en Juan Mairena, “el personaje más inteligente de toda nuestra literatura” para Malpartida y cuyas reflexiones sobre la poesía como “palabra en el tiempo” son aún fecundas. Sin duda, es por la obra de este “filósofo trasnochado” por lo que más vale la pena volver a Machado.