Cuando pasan estos días siempre me acuerdo. Fue un domingo de Pascua de hace ya muchos años. Mi amigo Juanjo y yo, recién estrenada nuestra adolescencia, y la de todos nuestros amigos de entonces. Mi amigo Juanjo, digo, aquel Domingo de Resurrección, en la plaza mayor de Trujillo, nos dijo en tono de guasa, pues él era muy bromista, que se despedía de nosotros, ese día, para siempre, y que no volveríamos a verle nunca. De chicos, habíamos jugado mucho en los veranos, al anochecer, en la calle donde vivíamos o en la plazuela del cura, a los indios, a los vaqueros, a todo aquello que veíamos en el cine, y en cierta ocasión comentó, que él era como Búfalo Bill, o como el bandido adolescente, y que salía sano y salvo de cualquier guerra, y que si por una remota casualidad fuese apresado por los indios, al final siempre lograría escapar. Pero, me dijo también que si un día tardaba en presentarse a los amigos, sería porque no había podido desligarse de las ataduras que los indios le habrían hecho. Pero, añadió, que al fin conseguiría hacernos señales de humo, o imitar el ulular del búho, para darnos a entender que estaba vivo. Pero Juanjo tenía un problema del corazón que se agravó con el tiempo. Después, supimos que había muerto. Pero, yo, aún me hago la ilusión que veré el humo, o escucharé al búho, y volverá Juanjo con sus bromas, sus películas, y sus indios.