En la sociedad europea trepan valores opuestos a los impulsados por las instituciones comunitarias y que están en la misma génesis de la Unión Europea. Sobre la mesa se plantean más preguntas que soluciones al auge de la xenofobia, el racismo y el populismo, que ponen la proa hacia las minorías étnicas. Estos movimientos no solo encuentran acomodo en los cauces democráticos ocupando escaños, ayuntamientos y gobiernos regionales en Europa, sino que arrastran a los partidos, sobre todo los de derechas, a posiciones extremas y excluyentes. Políticos conservadores, pero también socialistas, piensan que eso puede cauterizar la angustia social de sus electores. En ese efecto perverso, las leyes dejan de constituir un muro contra la intolerancia para cobijar todos los estereotipos sobre personas con características diferentes de las propias, como sucedió con los simpapeles en Italia de la mano de Berlusconi . De hecho, las normativas europeas sobre migración tienen carácter policial. Estos días el foco está en Francia, gobernada por socialistas, pero los preceptos populistas se extienden de norte a sur, de este a oeste, en todo el continente, como una epidemia contra la que no están vacunados aquellos países que viven a distancia los estragos de la crisis, como Austria, Noruega o Suiza. Europa no solo se relajó tras el aviso de Jörg Haider en Austria, sino que el repliegue de los partidos tradicionales a gobernar pero no dar soluciones a la crisis ha dejado muchas rendijas abiertas.