Recuerdo aquella noche de agosto. Una noche que parecía día porque la temperatura superaba los treinta grados, y un agosto que parecía noviembre a juzgar por la ropa que llevaba puesta: demasiada, pero la necesaria para soportar el microclima del avión. Iba vestida de negro, excepto los zapatos rojos que actuarían como contraseña para encontrarnos en el aparcamiento del aeropuerto. Aquel desconocido se había ofrecido amablemente a llevarme al estudio que él mismo me alquilaría y yo caminaba por el asfalto arrastrando un cansancio de más de quince horas de viaje y dos maletas gigantescas. Encontré a Tom irritantemente solícito, mostrando unos dientes destartalados en los segundos que dedicaba a sonreír y detenía sus continuos sorbos a una Coca-Cola de medio litro: “Welcome to Texas!” -exclamó, dirigiendo la mirada hacia mis pies. Y me monté en su coche, confiando en que dormiría en el que habría de convertirse en mi nuevo hogar.

Han pasado diez años desde aquella escena. Era el comienzo de la ‘crisis’, a la que se le había dado por fin un nombre coherente tras los meses negacionistas de Zapatero, quien insistía en llamarla ‘recesión’. Aún no se había arrojado el país a la calle, pero ya comenzábamos a familiarizarnos con una precariedad casi ineludible que atacaba de manera más directa a los jóvenes. Iban saliendo las cifras que después se inflamarían como picaduras de avispa: 25% de paro, 50% si se trataba de los menores de treinta. No nos dábamos cuenta, pero estábamos ante el principio de una reducción exhaustiva de derechos sociales, acompañada del menoscabo de lo más básico, la dignidad. Todavía no existía la Ley Mordaza, pero las fórmulas de contención pasaban por una culpa colectiva que nos intentaban imbuir a base de lecciones morales, ésas que llegarían a sonar como reprimendas infantiles: «habéis vivido por encima de vuestras posibilidades». Era el mito de Ícaro.

Es difícil identificar el momento exacto en que muchos centros urbanos se convirtieron en lugares fantasmagóricos ante el cierre de comercios, en que un vecino se quedó en el paro y sus hijos tuvieron que dejar de estudiar, en que los que habían estudiado durante años se dieron cuenta de que no se convocarían oposiciones, pues todo aquello se presentaba como una vorágine ineludible mucho más difusa, precisamente, para los que ya no vivíamos allí. Después se volvieron frecuentes los recortes en educación y en sanidad, la inestabilidad laboral, los desahucios, pero también las protestas masivas y el clamor de una ciudadanía que, en el combate por recuperar lo que le había pertenecido por derecho, ocupaba las plazas atravesada de ira y conciencia crítica. «En España se produce de media una manifestación al día» -rezaban algunos titulares extranjeros, que yo leía con una mezcla de orgullo y desolación.

La crisis nos afectó a muchos, en mayor o menor medida, y regodearse en el victimismo no es sino una forma de protagonismo egoísta que oblitera el dolor de los demás. Sin embargo, hay ciertas versiones del apocalipsis -o de lo que la filósofa Marina Garcés ha llamado «condición póstuma»- que son más amenazantes que otras. Si Vox tacha a la sanidad universal de «lacra», yo suplico no enfermarme, pues sé que las facturas médicas darían al traste con mi economía; si se critican las generosas donaciones de Amancio Ortega, yo observo incrédula cómo la filantropía determina el rumbo de la investigación científica, las becas universitarias y hasta el destino de los inmigrantes; si se discute por primera vez en los medios españoles la posesión de armas, yo evito ir a festivales y conciertos, y me encierro en casa por temor al próximo tiroteo. Entre las muchas atrocidades cometidas por Estados Unidos, destaca su capacidad para imponer una agenda política contagiosa que, cuando vuelvo la vista atrás, me regala cierta esperanza al contemplar la aún férrea voluntad española a no ceder ante la degradación humana más absoluta, a pesar de tantos embistes. Hoy, que el racismo, la xenofobia y el odio parecen haberse adueñado del mundo, que la desigualdad estructural es la norma, recuerdo, desde el habitáculo yanqui en que me confinaron, el momento exacto de calzarme aquellos zapatos rojos, los mismos que esperan, en la quietud del armario, el día oportuno para el regreso.

* Escritora