Filólogo

Los pueblos que olvidan su historia, --dicen--, están condenados a repetirla. El asalto a las urnas, recuperado ahora con la trama del cemento de la Comunidad de Madrid, es una de las leyendas más tétricas de la España áspera.

Viejo es el modelo y pordiosera la práctica: hubo un tiempo en que los partidos turnantes convocaban las elecciones, que ganaba, ineludiblemente, el Gobierno convocante. Con frecuencia los resultados eran publicados en la Gaceta, incluso antes de que se hubiesen celebrado las mismas. Método concluyente era el de las actas en blanco , firmadas por los presidentes de las mesas, así, en blanco, para que el gobernador civil pusiera los candidatos y los resultados. A veces estos fueron alterados, bajo los convincentes argumentos de las bandas de matones a sueldo, quienes rompían las urnas para hacer el recuento con desahogo; en otras ocasiones se marcaban las papeletas y se echaban a puñados en la urna, para evitar tribulaciones.

Los gobernadores civiles llegaron a utilizar la policía para robar las urnas o simplemente mandaban falsificar los resultados en las mismas salas donde se impartía justicia. El cacique del pueblo designaba al alcalde y controlaba al juez local y demás funcionarios públicos, apoyados en una banda de matones que en tiempos de elecciones eran denominados el partido de la porra .

La última aportación a esta ruda historia electoral para cambiar la voluntad de los electores ha sido la conspiración del ladrillo de los madriles que determinó, --como antes los matones, los gobernadores o el partido de la porra--, que era el PP el partido que debía seguir gobernando en Madrid para que la gente incompatible con la corrupción siguiera llenando el morral y, callada y religiosamente, se forrara el riñón.

Nosotros somos nosotros , íntegros, incorruptos, honestos, que dijo Maura, el conservador.