Zinedine Zidane, el hijo pródigo, el hombre de las cinco Champions (una como jugador, otra como asistente de Ancelotti y tres como entrenador) ha vuelto a casa. En realidad, podríamos decir que no se ha ido nunca. Cuesta creer que Florentino Pérez le haya convencido con tanta facilidad si no hubiera estado en su ánimo regresar al primer susurro. Zizou, en fin, ya estaba aquí: tan solo se había tomado un respiro hasta que le enviaran un cuervo mensajero.

El regreso de Zidane me resulta menos extraño que su marcha. Con su inesperada huida, heredera a su vez de la escapada de Cristiano Ronaldo, el francés debió de pensar que Winter is Coming. Y efectivamente el invierno llegó: el Bernabéu pasó de ser tierra de oportunidades a convertirse en un campo de batallas de Juego de tronos. Un campo de batallas en el que el otrora equipo glorioso ha ido perdiendo batallas y guerras con pasmosa torpeza, sin un líder que, los colmillos ensangrentados, nos guiara furiosamente hacia la victoria.

Zidane, el hijo pródigo, regresa a casa cuando ya no quedan guerras que librar con la excusa de que ahora toca planificar la compra de las armas para el próximo año. Él sabe que Cristiano ya no está y, lo más importante, lo sabe también el Bernabéu. Ha costado tres campeonatos que el Bernabéu descubra, en contra de lo que decían algunos iluminados, que sin Cristiano el Real Madrid es el espejo distorsionado de Invernalia.

Si Zidane no hubiera hecho las maletas hace ocho meses (ayer, como quien dice), la afición le hubiera hecho pagar cara cada derrota. Para su fortuna, hoy sabemos que un Real Madrid sin Cristiano es como un Barça sin Messi o los Jackson Five sin Michael Jackson. No debería pesar tanto un jugador en un deporte de once, pero es lo que ocurre cuando son tan buenos: detrás de ellos solo hay cabida para el duro invierno.

Nuestro Jon Nieve ya está en casa, afilando la espada.