Pocas quedan que sean como antaño. Tradicionales, en las que se comenzaba semanas antes, cuando se cortaban los helechos para tostar la piel del cerdo tras el sacrificio, que dibujaba su silueta marcada a fuego en el puerta del dueño.

Días en los que las familias (normalmente numerosas) nos juntábamos con familiares de segundo y tercer grado de consanguinidad, vecinos y compadres para pelar y cocer las calabazas, de cuarenta o cincuenta kilos de media de peso; cuando los varones las pelaban con azuelas bien afiladas y las rajaban con cuchillos de matarife que, más de una vez, terminaban incrustados en la mano al trocearlas para su mejor cocción en calderas de latón a la lumbre. Para terminar, se vertía en sacos de pienso y harina antiguos, heredados de los abuelos y con sus iniciales bordadas y se colgaban con troncos atados cruzados, que favorecían el escurrido de exceso de agua. Así quedaba lista para triturarla y dejarla del tamaño apropiado para la mezcla con gordura que, una vez guisada, darían las ricas morcillas calabaceras.

Tareas como pelar ajos, cortar tripa y cuerdas, picar pimientos, cebollas, preparar las agujas o alfileres para sacar el aire del embutido favoreciendo la unión de sus ingredientes, eran propias de mujeres quienes las llevaban a cabo afanosamente.

Llegado el día, antes de la salida del sol, el matarife y resto de hombres se juntaban para asestar la cuchillada y sujetar al verraco, mientras una mujer batía constantemente la sangre, evitando que se coagulara para las morcillas frescas.

Tras socarrarle, se despiezaba extrayendo el hígado lo primero para ser analizado por el veterinario quien daría el visto bueno para su consumo. Mientras, las mujeres lavaban las tripas en el arroyo o río más cercano para embutirlas. Hoy son tan escasas y costosas que se reducen a celebraciones de algunos pueblos negados a perder esta costumbre de supervivencia.

Antes, para mantener la familia, sacrificar un solo cerdo era poco, así que se contaban dos o tres, lo que permitía apartar algunas patas para jamón y utilizar las paletas para chorizos y salchichones, más el resto, que no era poco. En cuanto empiecen las heladas, los supervivientes matanceros que aún pueden disfrutar de este lujo, se pondrán manos a la obra pues ya se sabe que del cerdo… hasta los andares.