Cada modelo educativo suele estar sustentado en una determinada ideología. Así, en la antigüedad, frente a la enseñanza ateniense, basada en el cultivo de disciplinas mentales, se contrapuso la enseñanza espartana, fundada en el rigor de las exigencias físicas. Y, en el siglo pasado, a la enseñanza europea continental, más permisiva, se contrapuso la rigidez de la disciplina inglesa.

En nuestro país, la enseñanza franquista, inspirada en la formación del espíritu nacional, dio lugar a una enseñanza cargada de ideología totalitaria, en la que se acentuaba la disciplina, la cultura del esfuerzo y el espíritu de competencia.

La democracia ha pretendido innovar el sistema educativo. Se ha potenciado una formación basada en principios de democracia y de libertad, si bien los criterios de la nueva pedagogía han relajado en exceso la disciplina y han soslayado determinados valores. Y a pesar de los niveles de fracaso escolar o de los escasos recursos que destinamos en relación con los países de nuestro entorno, hay que reconocer que en algo hemos mejorado: se han potenciado las habilidades sociales; la escolarización en la edad obligatoria es prácticamente total; se ha profundizado en el estudio de disciplinas fundamentales, como los idiomas o las nuevas tecnologías, y el profesorado goza de mejor preparación.

Pero, desgraciadamente, todas las reformas emprendidas en aras a una deseable mejora del sistema educativo se han llevado a cabo de forma sectaria. Nos hemos pasado treinta años de democracia tejiendo y destejiendo reformas.

No podemos caer de nuevo en el mismo error. Por encima de luchas ideológicas, el modelo a implantar debe ser duradero y debe servir para formar a los alumnos en los valores del Estado social y democrático de Derecho. Se impone, pues, el esfuerzo de todos los grupos políticos y comunidad educativa para alcanzar un necesario pacto. Nos jugamos mucho. Nada más y nada menos que la educación de nuestros ciudadanos.