Mi madre solo compraba yogures cuando nos poníamos malos", dijo una amiga al hacer referencia a la exhuberante altura de su hija, achacando al consumo de éstos su gran desarrollo. Lo que trajo a mi memoria aquellos maravillosos (o no tanto) años. Nuestros jóvenes, salvo en los pueblos pequeños, no experimentarán esa sensación de ir a casa de tía fulanita por lo que fuera necesario y que supiera exactamente lo que querías con solo decir: "dame uno de..." como el que se lleva siempre mi madre. Y que tia fulanita , sin titubear, supiera exactamente a qué te estabas refiriendo. Eso era fidelidad y símbolo de pertenencia. Algo inexistente en nuestros días.

La globalización nos ha hecho perderlo. En una ciudad como Plasencia podemos ver los mismos escaparates que en Madrid. Las cadenas comerciales y sus franquicias nos viralizan, devirtualizando ese espíritu de cercanía y confianza que posee y solo puede ofrecernos el pequeño comercio. Lo que por un lado significa crecimiento económico (para los que más tienen) se traduce por otro, en pérdidas para los más desfavorecidos.

Puede que la comodidad o la inercia, heredada del mismo modo que el negocio, habitualmente traspasado hasta en tercera generación, haya contribuído a una acomodación en la zona de confort, a que las cosas vayan empeorando, manteniendo las mismas costumbres, técnicas comerciales, administrativas, etc., que hace cincuenta años o más.

La inadaptación a los tiempos, junto con la falta de formación e información, consiguen que empresas que fácilmente pudieron ser el medio de vida de entre 5 y 10 familias, sean clausuradas.

Casi como una obligación se someten a los cánones de márketing para tratar de llegar a todos los usuarios disponiendo de una oferta llamativa, variada o, de la capacidad de inmediatez.

O nos concienciamos de nuestra responsabilidad ante la supervivencia de estas tiendas de barrio o contribuiremos, directa e indirectamente, a su extinción, y con ella, la de la economía de la ciudad.