Los españoles nos hemos dotado de un modelo sanitario que ha sido espejo de muchos otros países, y que en líneas generales ha funcionado de forma satisfactoria. Sin embargo, no hay que ocultar que a veces se han producido disfunciones y claros abusos, tanto por parte de los propios usuarios, como por inadecuadas prestaciones (turismo sanitario) o incluso por la práctica profesional. Pero fuera de excepciones puntuales, el sistema se ha desenvuelto dentro de unas coordenadas tolerables de eficiencia, sin perjuicio de que la gestión fuera mejorable de cara a una óptima explotación de los recursos.

En periodos de crisis y, por tanto, de deterioro del Estado del Bienestar, es lógico pensar que las prestaciones no puedan dispensarse en idénticos términos, por lo que es comprensible que los gobernantes sientan la necesidad de buscar soluciones que coadyuven a mantener la viabilidad del sistema.

Una de estas salidas estriba en introducir reajustes en determinadas prestaciones, imponiendo tasas o pagos por servicios para así enjugar el déficit. Pero la solución más drástica, de cara a la racionalización y eficiencia, es la propuesta de privatizar los servicios. Esta opción es legítima, pero no debemos olvidar que el concesionario buscará el beneficio empresarial, beneficio que a la larga deberá sufragarse vía impuestos. Y lo peor, cuando el servicio se torne deficitario y a las compañías privadas no les interese continuar con la explotación, volverá a manos públicas. En ese caso, el erario común --es decir, el contribuyente-- tendrá que cubrir el déficit generado.

No es conveniente, pues, acudir a la privatización de servicios cuando funcionan aceptablemente; y menos sin un estudio de viabilidad. Apostemos por una mejora de la gestión. Y recordemos que, aunque la empresa pública deba adecuarse a exigencias de economía general, ningún precepto de la Constitución contiene la regla de que la actuación del Estado deba regirse por el principio de rentabilidad, máxime en servicios de primera necesidad.