Esta Semana Santa, no todas las procesiones han sido de imágenes y pasos religiosos. El Miércoles Santo, los tronos se cambiaron por tractores y la música de bandas por el ruido de silbatos y pitos en una manifestación que recorrió las calles de la localidad verata de Jaraíz. Más de doscientos cultivadores de pimiento para pimentón de las comarcas de La Vera, Campo Arañuelo y los Valles del Ambroz y del Alagón se manifestaron a pie o en tractor para reivindicar históricas y necesarias mejoras como la aplicación de precios justos, hoy inferiores a los de 1988, a pesar de la subida de gastos generales en la producción.

Muy poca gente sabe del trabajo necesario hasta que el oro rojo llega a las cocinas de cada hogar, tras el lento secado al humo de leña de encina o roble que le confiere ese peculiar y exclusivo sabor ahumado, procurado exclusivamente por el agricultor.

Afortunadamente, ya no es tan duro como antes, cuando el arranque selectivo de las pimenteras en el semillero y posterior plantación eran manuales, hundiendo cada planta con el dedo en la tierra, descalzos y con barro casi hasta las rodillas.

La vina, riego y recolección, también una a una; la subida de sacos llenos de pimientos al secadero por sinuosas escaleras; las noches de vigilancia del cultivador para atizar la lumbre y asegurar su correcto secado; el volteo de cada zarzo de forma artesana, que lo dejaba extenuado mientras respiraba el mismo humo que deshidrataba los frutos; el pisoteo y machacado, cubriéndose con pañuelos, a modo de bandoleros, que no evitaban que el fino polvillo penetrara en ojos, nariz y boca, provocando lagrimeo, moco y hasta el vómito cuando la variedad era picante; el encañado en enormes sacas para su traslado al molino y todo, por un reducido precio con el que cubrir gastos y asegurar la próxima cosecha. Y para colmo, la misma lucha con el fabricante cada año por firmar un contrato digno, que garantizara la recogida de la producción.

Aunque las condiciones han mejorado, el proceso de obtención del característico ahumado, que distingue su sabor de otros, sigue siendo artesanal, por lo que, si no empezamos a valorarlo como arte, tal vez estemos poniendo en peligro su existencia.

La última campaña, la superficie de cultivo se ha reducido a casi la mitad. ¿De verdad queremos arriesgar tanto?