En la ribera de la margen derecha del Jerte, a su paso por La Isla, pueden verse unos espacios libres a los que los placentinos han dado en llamar Las Huertas. Siempre causó extrañeza que únicamente la parte norte estuviera dedicada al cultivo hortelano, en tanto que en la sur se permitía construir abigarrados edificios de mediocre estética que impiden disfrutar de la perspectiva sur de La Isla. Sin embargo, paradojas del destino, esos terrenos que no se dejaron para aprovechamientos verdes son los que menos problemas están causando. Esas espesas construcciones impiden ver el paraje natural, pero al menos no han supuesto ni van a suponer ningún desembolso económico para Plasencia.

La --llamémosla triste, para la ciudad-- historia de las huertas de La Isla comienza en el año 1973, cuando la Corporación municipal de aquella época, todavía predemocrática, tiene la -digamos buena- idea de calificarla como zona verde. Como era previsible, algunos propietarios descontentos deciden impugnar, no la calificación urbanística del sector, sino el plan general de ordenación municipal, único recurso que el jurista de turno encontró para satisfacer los intereses de los clientes. El plan general se declaró nulo. Plasencia se quedó sin plan de urbanismo, y Las Huertas volvieron a tener su calificación anterior.

Después, por el resultado, parece que se ha ido de dislate en dislate, hasta llegar al momento actual en que, una vez expropiadas, toca apechar a los placentinos con la carga y a la Corporación buscar una salida.

La solución propuesta por el ayuntamiento supone ocultar la sierra de Santa Bárbara con crestas de altas torres, que no sabemos si algún día se alinearán con aspas de molinos eólicos, y entonces diremos adiós a La Isla y a Santa Bárbara. La destrucción de toda forma estética empobrece el espíritu. Por encima de intereses económicos, se impone salvaguardar el patrimonio natural. Y, si nuestro consistorio no demuestra más imaginación, sólo nos resta decir: placentinos, tenemos un problema.