La madre de Vanessa se educó con el glamour sangrante de Dallas y Falcon Crest y mucho antes de conocer al hombre de su vida ya había imaginado una hija con dos eses en su nombre o con una te y una hache: Ruth, Catherine, Judith... En los nombres que les ponemos a las cosas y a los hijos nos delatamos y en las eses de Vanessa late una resolución materna: tocar por fin el lujo, cerrar, de una vez por todas, la herida maldita de la penuria.

Y hoy es el día en que comienza el ajuste de cuentas. Hoy es el día de la primera comunión de Vanessa: empieza a levantarse el palacio feérico que iluminó de plata las obsesiones de una madre. Y se nota. El sol deslumbra el barrio anunciando el mediodía y en el atrio fragmentado y transgresor de la iglesia resplandece un rosa Rajoy de corbatas inmensas.

CURAS SENSATOS A los barrios extremeños está llegando una nueva ola de curas sensatos que siembran la desazón en las madres con ínfulas. Predican contra los oropeles de las vírgenes y las procesiones, a favor de la sencillez de las ceremonias, frente a las comuniones lujosas que convierten lo accesorio en el meollo del rito. Lo de los oropeles y la sencillez no disgusta a la madre de Vanessa, pero cada vez que escucha homilías pro comuniones humildes, una punzada de ansiedad se le desboca.

No rechaza a estos párrocos modernos y suele estar de acuerdo con ellos, pero nadie va a impedirle que resuelva en su hija una quimera de siglos que la austeridad dejaría en suspenso. Así que ha cambiado de parroquia, al menos hasta el otoño, y al son más complaciente de un cura habitual ha gozado buscando traje con gasas, menú con crujientes y recordatorios en papel florete.

El padre de Vanessa amagó cierta connivencia con el párroco austero, pero provocó tal mohín de disgusto en su esposa que recogió velas al instante. Su papel en los preparativos oscila entre la comparsa y la figuración: se le ha dejado escoger el vino. El resto del protocolo corre a cargo de la madre, que en las terrazas del barrio, en el Informe Semanal del vermú dominical, relata preparativos y disimula sus intenciones: "Será una cosa normalita".

En esos aperitivos de gafas como parabrisas y aperitivos como de gambas, siempre rompe el consenso alguna moderna iconoclasta que anuncia provocativa que su hijo no hará la primera comunión y, lo que desazona mucho más, lo razona: "Que la haga cuando sea mayor y pueda decidir por sí mismo". Se produce entonces un silencio nervioso que se aprovecha para que tintineen los hielos del bíter y se soplen los rebozados.

En socorro de la madre de Vanessa acude la teoría del trauma infantil, bicha moderna que ha sucedido a la varicela, las paperas y el sarampión juntos. Pero entonces, la iconoclasta aplasta: "No hay problema, le hemos dado a escoger entre la comunión o Eurodisney y ha preferido viajar a París".

Las amigas se aprestan al quite inmediato narrando el último paseo por Isla Mágica o ese proyecto conjunto tan demorado de ir a pasar un domingo con los niños a Lusiberia. Pero la madre de Vanessa ya no habla: rumia alicaída su abatimiento y constata, otra vez y ya van mil, que aunque bautices a tu hija con dos eses, la vida te recuerda en cada esquina que la herida maldita de las privaciones nunca se cierra del todo.

Pero la semana se encargará de restañar úlceras y a base de Los Serrano en vena y chutes de Aquí no hay quien viva la madre de Vanessa acaba convenciéndose de que la primera comunión es lo sano y lo normal, no esa tontería retorcida de Eurodisney. Y así saca fuerzas de flaqueza para privarse de mercadillos y peluquerías, para ahorrar dinero en cada decisión porque la primera comunión que ella sueña para Vanessa cuesta bastante más que los 3.000 euros del crédito que les ha concedido la Caja del barrio.

La semana antes de la ceremonia, el sinvivir se asoma irritante en forma de llagas y ránulas bucales, las ojeras se quedan a vivir en el ático de los pómulos y tras cada solución se plantean siete problemas: la peluquería, el salón de belleza, el último ajuste de la modista, el penúltimo cambio en los entrantes, la confesión, el ensayo, la indignación ante el regalo de un cuento a cambio de un menú de 50 euros... Pero el paso del tiempo es inexorable hasta para lo bueno y el gran día amanece por fin. Vanessa luce más que nunca sus dos eses y en el mediodía del barrio, entre tops de fantasía y corbatas refulgentes, otra familia extremeña reniega de la penuria y compra su visado hacia el país de jauja.