TSti viviera, Alvaro Cunqueiro habría hecho una hermosa crónica sobre la muerte del último delfín blanco. Habría sacado de su chistera inagotable una necrológica verosímilmente ficticia, en donde contaría los escarceos del delfín con una princesa hiperbórea o cómo Ghandi bajó al océano disfrazado de salmonete a pedirle consejos con que sanarse un lobanillo. Cosas así. Ya sé que hay quien opina que es de gente poco comprometida el escribir historias de delfines y de sirenas mientras el mundo se cae a pedazos, pero si de algo anduvo siempre sobrada la prensa es de escritores hiperrealistas, de noticias nefastas, de humor sin gracia, y de lectores indiferentes al sufrimiento ajeno. Es verdad que el mundo está hecho unos zorros y que pagan el pato los delfines pero, por favor, si vas a contármelo, cuéntamelo al menos con un poco de ternura. Como dirían Faemino y Cansado , ya sé que las croquetas son congeladas, pero no me deprimas y adórnamelas al menos con un puñado de patatas fritas.

Yo, sin ir más lejos, cuando abro el periódico por las mañanas, estoy tentado de persignarme, como los toreros antes de recibir el toro a puerta gallola. Todo son delfines que se extinguen, bosques que se incendian, niños que desaparecen y crecepelos falsos. No dan esperanzas. Y uno, que busca en el café dulzura y en la prensa corazón, lo que agradece es que no le machaquen a cada paso las orejas con las trompetas del Apocalipsis, que bastante castigo trae ya el verano con la música de las verbenas y de los coches tuneados. Porque lo malo no es que se acabe el mundo, sino la tabarra que dan algunos para contarlo.