TTtengo una hija adolescente que se muere de amor. Naturalmente, se muere en sentido figurado, pero se muere. Y a mí me conmueve cuando la veo morirse así, por las esquinas. Cuando prepara un regalo para su novio porque han cumplido ya diez meses. Cuando llora porque él se ha enfadado por alguna tontería. Cuando sonríe porque la ha llamado por teléfono. Pero, sobre todo, me conmueve cuando utiliza esa palabra de la que, en mi época adolescente, todos huíamos como de la peste: novios.

Cuando yo tenía su edad, no podíamos besarnos en la calle, en algunos pueblos se multaba a los que paseaban cogidos por el hombro, los anticonceptivos estaban prohibidos por ley, y la sola idea de plantearse vivir juntos, sin pasar por la vicaría, era un pecado mortal del que había que confesarse sin remedio. Es más, conozco alguna intrépida pareja que insistió en la aventura de casarse por lo civil , a la que el obispo obligó previamente a apostatar.

Ahora, sin embargo, los jóvenes reciben educación sexual en el colegio, deciden libremente cuándo y con quién empezar a convivir, sin que los padres apenas influyan en su decisión, y a pocos escandalizan si conciben un hijo fuera del matrimonio.

Pero lo más curioso de todo es que a nadie se le exige ya la apostasía para contraer matrimonio civil. Incluso, algunos obispos se resisten a reconocer el derecho de cualquier ciudadano a decidir si pertenecen o no a sus filas. Y lo ponen tan difícil, que hay quien ha debido acudir a la Agencia de Protección de Datos para darse de baja en sus registros. ¡Lo que hemos cambiado!